De eso se queja la Federació de Diables y Dimonis de Catalunya (FDDC), y no le falta razón. Se acabó bailar bajo una cascada de chispas, se pone fin a las camisas agujereadas por limaduras de hierro incandescentes, ya no correrán los niños delante de la bèstia. Ahora, el petardo típico de un dimoni será activado por un artificiero a quince metros de distancia del público, bajo estrictas medidas de seguridad, con un descargo de responsabilidades y el permiso de las autoridades competentes, no sea que alguien se haga daño. Como dijo un insigne presidente del Congreso de los Diputados, y la frase pasará a la historia, ¡manda güevos!
La historia me recuerda a Goethe. Hay que leer su Viaje a Italia y detenerse en las páginas que celebran el Carnaval de Roma, aunque celebrar, lo que se dice celebrar, es un decir. Nunca había visto a Goethe tan desconcertado y cuando veo a los turistas rojo gamba que vuelven de la playa enfrentados a una colla de diables, descubro esa misma sensación del Dios mío, dónde nos hemos metido, sáquennos de aquí. Luego serán esos mismos turistas rojo gamba los que se pondrán ciegos de sangría y practicarán la micción pública nocturna, pero ésa es otra historia.
Compárese el carnaval de Goethe con el de Dumas, en El Conde de Montecristo. Qué abismo separa ambos mundos y ambas lecturas. Comienza el evento con una ejecución pública y todo es un suma y sigue de sangre y fuego. Porque la fiesta sin sangre y fuego no es fiesta ni es nada, y eso es incapaz de entenderlo Goethe. O la Comisión Europea.
[Nota: la fotografía, retocada, es de http://www.diablesdesitges.cat/.]
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