Uno de los personajes más desagradables, misántropos, misóginos, bordes y cascarrabias que parió madre el siglo XIX fue Arthur Schopenhauer. El buen hombre nació con un humor de perros y vivió ladrando improperios a diestro y siniestro hasta que un buen día se murió, para alivio de vecinos y conocidos. Pero ¡atención! Schopenhauer es también uno de los filósofos más brillantes de la historia de la filosofía, una cabeza pensante de primerísima magnitud.
La combinación de una cosa y de otra le valió ser expulsado de la universidad, donde el jovencito Schopenhauer no dudó en calificar de patraña al hegelianismo, de charlatán a su padre y de imbéciles a sus seguidores a voz de grito y delante de todos. Especialmente, delante mismo de Fichte y Hegel, dioses de la filosofía germánica de aquel entonces, a los que Schopenhauer caló a la primera de cambio. Les dijo de todo menos guapos y pagó con un prolongado ostracismo tanta sinceridad.
Hay más. Su mismísima madre le envió al cuerno después de censurarle por cómo trataba a las personas. Echó a una vecina escaleras abajo por andar de cháchara con sus amigas y no dejarle pensar. Era capaz de liarse a bastonazos con cualquiera que mirase mal a sus caniches. Vivió agriamente, desesperado por la vulgaridad y la mediocridad que le rodeaban por todas partes y del cerco de sus dientes escapaban verdades como puños, que son, ya se sabe, los peores insultos que es capaz de destilar la mente humana. Su sola presencia era aterradora.
Schopenhauer nunca se mordió la lengua. En sus trabajos filosóficos las deja ir con gusto y ganas. Sus mordaces comentarios sobre la mujer en general y las mujeres en particular provocarían sofocos y desmayos en una reunión de sufragistas; los seguidores de Hegel quisieran verlo muerto (las verdades, ay, ofenden); su pesimismo es tan atroz, tan brutal y desgarrador, que uno se estremece, aterrado, cuando lo tiene cerca.
Pero ¿qué quieren que les diga? Más leo a Schopenhauer, más me gusta, aunque no esté de acuerdo con él. En el fondo, estar o no estar de acuerdo con él no es importante. Lo importante es dejarse alumbrar por un raciocinio tan brillante, un sentido común indiscutible, un genio evidente. Intentar seguir sus razonamientos, negarlos, criticarlos o discutirlos es el premio. El solo esfuerzo merece la pena. Nietzsche es hijo filosófico de Schopenhauer. Lo criticó, renegó de él, pero siempre lo respetó y reconoció como maestro. Conociendo a Nietzsche, la cosa tiene mérito, porque tampoco tenía pelos en la lengua, el chaval. Cabe añadir que Nietzsche era, en persona, un personaje amable, gentil, ligeramente tímido, que se refugiaba en la soledad amargado por terribles dolores de cabeza y enfermedades sin cuento. La soledad de Schopenhauer, en cambio, se debió enteramente a su carácter insoportable. El primero ansiaba vivir; el segundo, se quejaba de haber nacido.
El arte de insultar es un librito prologado y traducido por Franco Volpi, publicado por Alianza Editorial, que recoge algunos comentarios incisivos, hirientes, trágicos o faltones del genial Schopenhauer. Es un librito de citas, entretenido, que ofrece motivos para echarse a pensar y que no dice gran cosa de la filosofía schopenhaueriana, pero sí del gruñón y su circunstancia. Se lee muy bien y es recomendable.
La combinación de una cosa y de otra le valió ser expulsado de la universidad, donde el jovencito Schopenhauer no dudó en calificar de patraña al hegelianismo, de charlatán a su padre y de imbéciles a sus seguidores a voz de grito y delante de todos. Especialmente, delante mismo de Fichte y Hegel, dioses de la filosofía germánica de aquel entonces, a los que Schopenhauer caló a la primera de cambio. Les dijo de todo menos guapos y pagó con un prolongado ostracismo tanta sinceridad.
Hay más. Su mismísima madre le envió al cuerno después de censurarle por cómo trataba a las personas. Echó a una vecina escaleras abajo por andar de cháchara con sus amigas y no dejarle pensar. Era capaz de liarse a bastonazos con cualquiera que mirase mal a sus caniches. Vivió agriamente, desesperado por la vulgaridad y la mediocridad que le rodeaban por todas partes y del cerco de sus dientes escapaban verdades como puños, que son, ya se sabe, los peores insultos que es capaz de destilar la mente humana. Su sola presencia era aterradora.
Schopenhauer nunca se mordió la lengua. En sus trabajos filosóficos las deja ir con gusto y ganas. Sus mordaces comentarios sobre la mujer en general y las mujeres en particular provocarían sofocos y desmayos en una reunión de sufragistas; los seguidores de Hegel quisieran verlo muerto (las verdades, ay, ofenden); su pesimismo es tan atroz, tan brutal y desgarrador, que uno se estremece, aterrado, cuando lo tiene cerca.
Pero ¿qué quieren que les diga? Más leo a Schopenhauer, más me gusta, aunque no esté de acuerdo con él. En el fondo, estar o no estar de acuerdo con él no es importante. Lo importante es dejarse alumbrar por un raciocinio tan brillante, un sentido común indiscutible, un genio evidente. Intentar seguir sus razonamientos, negarlos, criticarlos o discutirlos es el premio. El solo esfuerzo merece la pena. Nietzsche es hijo filosófico de Schopenhauer. Lo criticó, renegó de él, pero siempre lo respetó y reconoció como maestro. Conociendo a Nietzsche, la cosa tiene mérito, porque tampoco tenía pelos en la lengua, el chaval. Cabe añadir que Nietzsche era, en persona, un personaje amable, gentil, ligeramente tímido, que se refugiaba en la soledad amargado por terribles dolores de cabeza y enfermedades sin cuento. La soledad de Schopenhauer, en cambio, se debió enteramente a su carácter insoportable. El primero ansiaba vivir; el segundo, se quejaba de haber nacido.
El arte de insultar es un librito prologado y traducido por Franco Volpi, publicado por Alianza Editorial, que recoge algunos comentarios incisivos, hirientes, trágicos o faltones del genial Schopenhauer. Es un librito de citas, entretenido, que ofrece motivos para echarse a pensar y que no dice gran cosa de la filosofía schopenhaueriana, pero sí del gruñón y su circunstancia. Se lee muy bien y es recomendable.
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