La cosa va mal. El sistema financiero se ha ido a tomar viento. Nuestra sociedad ha perdido la virtú, que diría Maquiavelo. Nuestros líderes patrios parecen regirse por la estupidez, el cortoplacismo y la caradura. Es imposible comprar un croissant decente en una pastelería de Barcelona, y no hablemos del pan. Etcétera. Repito, pues: la cosa va mal, esto se hunde y sálvese quien pueda.
Como va mal y estamos en eso que llaman una crisis, aparecen los milenaristas. Especialmente, en el metro de Barcelona. Son menos numerosos y más discretos que los carteristas (que atacan en manadas, como lobos), pero aún así su presencia es notable.
No me gusta el metro, lo digo sin ánimo de ofender a nadie. Está mal ventilado, es deprimente y oscuro, y los andenes o los pasillos de transbordo son como la antesala del infierno, donde uno se achicharra esperando la barca de Caronte (que luego tiene un aire acondicionado que congela la sangre). Pero estos días me veo obligado a acudir a este transporte con frecuencia y ha sido ahí donde me he percatado del fenómeno, del que ya tenía indicios.
A la entrada del metro, un señor que parecía fuera de sí gritaba, octavillas en mano, que el mundo se acaba, que nos queda poco tiempo para arrepentirnos y rogar al Señor por el perdón de nuestros pecados. La octavilla proporcionaba un número de pago para consultar el asunto de la salvación con un especialista. El caballero no parecía estar en sus cabales, pero recitaba los párrafos del Nuevo Testamento con frenesí y haciendo gala de mucha memoria. Lo que decía no tranquilizaba en absoluto, pues uno entraba en los recalentados túneles del metro mientras resonaba en sus orejas el llanto y el crujir de dientes con que algunos pretenden animarnos en la otra vida.
Justo entonces, un tipo con una guitarra... Iba a decir un músico, pero no quería ofender a Orfeo. En fin, que había un tipo con una guitarra que acompañaba con sus, eh, acordes a una música de ascensor que salía distorsionada, altísima, por un altavoz que el tipo también llevaba consigo. Y va y se pone a cantar himnos religiosos. Que el Señor es mi Salvador y me abrió los ojos y ahora que he visto la Luz y tal y cual. Caramba. También repartía octavillas, pero eran otras que las del predicador de la entrada. Al menos, el teléfono era diferente.
En el vagón de metro... Sí, en efecto, un tercero. Éste, con acordeón, interpretando (distorsionando, mejor dicho) When the Saints Go Marchin'in, que es un gospell, una canción religiosa evangélica que cantaban los negros americanos (afroamericanos, perdón). A su lado, un tipo nos invitaba a unirnos al Señor, nuestro Dios, para purificar nuestros corazones, desprendernos de nuestros bienes materiales y dejarlos al cuidado del líder de una secta, que luego, en el Cielo, ya pondríamos en orden las cuentas y cobraríamos los intereses. Un tercer teléfono, de pago.
Bajó el tipo de la acordeón y el predicador adjunto y subió una tropa de jovencitas polacas, de Polonia, cada cual más guapa que la anterior, lo que me hizo recuperar la esperanza en un mundo mejor... hasta que subió la monja detrás de ellas, cerrándose las puertas a su paso. La severa madre carabina iba uniformada como nunca había visto yo a una monja, con aire castrense más que religioso. Su semblante adusto, sus puños de boxeador y toda la pinta de un sargento chusquero del regimiento de zapadores conseguían mantener a distancia la manada de machos ibéricos que contemplábamos con lujuria tantas y tan bellas hijas de Polonia. De repente, caí en cuenta que eran eso que llaman juventudes católicas, que pasaban por Barcelona camino de Madrid, donde se celebran las Jornadas Mundiales de la Juventud, un fiestorro de la Iglesia con papa incluido. ¿Y no se ponen a cantar himnos, las polacas? No conseguí ni un teléfono.
Consternado, al salir a la superficie me viene postulando una caridad una señora oficial del Ejército de Salvación, palabra de honor. Ésta me alargó una hucha, pero no me ofreció octavillas.
Socorro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario