Todo lo bueno se acaba. Lo malo, también, pero no importa. Como dijo Schopenhauer, sería un error creer que estamos aquí para ser felices, pero como le respondió Nietzsche, tampoco estamos aquí para lamentarnos.
Mientras maestro y discípulo se echan los trastos a la cabeza, contemplo la puesta de sol de mi último día de vacaciones. Atrás ha quedado mi incursión malinowskiana, que me consagra, definitivamente, como un cero a la izquierda en antropología y una nulidad en etnografía, de lo que me siento muy honrado. Pero también queda atrás el dolce far niente, el rumor del mar, el sol, los mosquitos voraces que atacan mis carnes, las voraces valquirias que podrían haberse dedicado a atacarlas, también, las lecturas interesantes o prescindibles, las películas de vídeo en blanco y negro y esos pequeños placeres culinarios con los que uno se regala en la cocina.
He tardado días en ponerme al día. San Bartolomé fue a finales de agosto, y ahora me encuentro a mediados de septiembre, contemplando el lejano reposo, y añorándolo. Todavía reseñaré lecturas pasadas, pero me veo obligado, otra vez, a meterme con los que mandan, porque sus perrerías no tienen nombre. Ya quisiera yo dedicar más tiempo a noticias intranscendentes y divertidas, pero me puede el cabreo y la necesidad.
Espero no haberles aburrido con tantos días de Fiesta Mayor. Volvemos a las andadas, a la ciudad, a lo que se pueda, y que sea leve.
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