¡Huid de la fornicación! es el grito de guerra de la última carta que dedica a sus fieles el arzobispo de Córdoba, su ilustrísimo señor don Demetrio Fernández, a la que se ha dado mucha publicidad estos días. Pueden leerla aquí.
El sacerdote, don Demetrio, tiene un currículum notable: nació en 1950, en Puente del Arzobispo, Toledo, un nombre premonitorio; estudió Teología en la Universidad Pontificia Gregoriana, ahí es nada, donde se especializó en Teología Dogmática (es decir, la que da vueltas al significado de los Dogmas de la Fe). De ahí, al cielo: ha sido profesor del Instituto Teológico San Ildefonso, de Toledo, donde impartía clases de Cristología; también ha sido miembro de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, la que fue Inquisición en su día.
Su Ilustrísima nunca ha pecado de omisión en lo que se refiere a largar censuras. Como obispo de Tarazona, se las tuvo con un teólogo un tanto así de moderno, que insinuó que Jesús fue algo, cómo decirlo, revolucionario.
Lo de la mezquita tuvo también su miga. Como arzobispo de Córdoba, no tuvo pelos en la lengua al recordar que la Mezquita de Córdoba es una catedral. Lo es, es la Catedral de la Asunción de Nuestra Señora, que también fue Santa María Madre de Dios. En origen, los árabes recién llegados comenzaron a construir la mezquita en 786 sobre una basílica visigótica dedicada al mártir San Vicente, pero en 1238 llegaron los cristianos, expulsaron a los moros, se bendijo la mezquita y se consagró como catedral, con obispo y todo, para que conste. Pero Su Ilustrísima largó con pasión sobre el particular y algunos picajosos comentaron que se había excedido un poco al recordar que el lugar no puede ser ni un oratorio musulmán ni una atracción turística. Sé que se montó un follón considerable, pero desconozco los detalles y me da pereza buscarlos.
Pero hablábamos de la fornicación.
En este mundo, un género de personas ven fornicación allá donde ponen la vista y se obsesionan con esta visión. Esta población se divide en dos subgéneros principales. El primero, más moderno, es el de los psicoanalistas y derivados, que ven sexo hasta en la sopa; el segundo, más tradicional, es el de los eclesiásticos de las grandes religiones monoteístas, judíos, moros y cristianos, que ven en este asunto la mano del demonio y una fuente inacabable de conversación sobre la culpabilidad. Nos dejamos una religión monoteísta, el neoliberalismo económico del dios Dinero, que emplea el sexo como reclamo siempre y en todo lugar, inspirándose en las manías de unos y las fobias de otros.
El resto de los mortales, que son mayoría, intentan vivir el sexo con alegría, tranquilidad, algo de cariño y comodidad, pero reciben sopapos desde el púlpito, el diván y la televisión y acaban un tanto perjudicados por esas gentes tan obsesionadas e infelices.
Total, que va Su Ilustrísima y la vuelve a liar. ¡Huid de la fornicación!, grita, desde su homilía.
En algunos periódicos le dan mucha importancia al asunto. Unos, porque se sienten escandalizados por el ataque de carcundia de los jerarcas de la Iglesia, pero ¿qué esperaban que predicase un inquisidor de la vieja escuela metido a arzobispo? Desde luego, no lo imagino predicando tolerancia con la carne. Otros medios, en cambio, le dicen que sí, señor, que así se habla, que la escuela y la televisión no hacen más que corromper las almas de las criaturitas del Señor.
La mayoría contempla el debate con estupor, cuando no con una soberana indiferencia. Primero, porque el arzobispo ya puede decir misa, que las personas son como son y como siempre han sido en estas cuestiones; segundo, porque hace ya mucho tiempo que las palabras de un arzobispo son prédicas en el desierto que nada tienen que ver con el devenir humano, sin contar con algunas notables excepciones que merecen nuestro respeto; finalmente, porque todos esos que se llevan las manos a la cabeza cuando se habla de sexo las llevan luego a otra parte cuando no ejercen de escandalizados.
Una minoría suspira: ya les gustaría huir de la fornicación, pero ahora mismo es la fornicación la que huye de ellos. Unos tanto y otros, tan poco, se quejan. De ésos, nadie dice nada: ni compran ni pecan.
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