El año 35 aC, Cayo Julio César Octaviano, que seis años después sería Augusto y que sus enemigos llamaban Octavio, sin más, se dedicó a pasear por la Dalmacia para conquistar honor y gloria. Le fue bien hasta tropezar con la ciudad de Metelum, que se negó a ser sometida. Se inició el sitio de Metelum, y César se las prometía muy felices. Ahora sabrán quién soy yo.
César mandó levantar cuatro puentes para salvar el foso y tomar al asalto las murallas de Metelum. Se construyeron los puentes, se organizó el asalto, pero los de Metelum recibieron a los legionarios con dardos y pedruscos y éstos retrocedieron. Peor todavía, los sitiados consiguieron destruir tres de los cuatro puentes.
César, viendo que los soldados no se atrevían a avanzar por el cuarto, decidió seguir el ejemplo de su padre adoptivo, el divino Julio, y lanzarse de cabeza al fregado.
No se lo pensó dos veces: tomó un escudo, se hizo acompañar de Agripa y una pequeña guardia, y avanzó por el puente hacia Metelum. Los soldados, al ver que su general se lanzaba prácticamente solo contra el enemigo, se envalentonaron y acudieron en su ayuda en tropel.
Pero acudieron tantos soldados y tan deprisa que el puente no resistió tanto peso y se hundió. Murieron docenas de soldados romanos, y el mismo César sufrió heridas de consideración en brazos y piernas.
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