En 1872, Philip Webley & Son, de Birmingham, puso a la venta el primer revólver British Bull Dog. Era un revólver pequeño, compacto, de cañón corto (dos pulgadas y media), que cargaba cinco cartuchos de grueso calibre (el .44 Short Rimfire, el .442 Webley, o el .450 Adams, por ejemplo). El señor Webley había pensado en un revólver que un caballero pudiera llevar consigo bajo el abrigo sin llamar la atención, para defenderse de malandrines, anarquistas, pedigüeños y demás chusma, que ofendían a la decencia, el buen gusto y particularmente a la propia bolsa.
El British Bull Dog tuvo mucho éxito. Fue imitado por los norteamericanos (donde mató a un presidente de los EE.UU.), por los españoles, los belgas... En Francia, el éxito del British Bull Dog fue visto con resquemor, pues todavía en aquel entonces Francia competía con cualquier cosa que hicieran los ingleses, con el cuento de que ellos podrían hacerla mejor.
Mientras tanto, el invento del neumático y la producción en serie popularizaron la bicicleta como medio de transporte y ocio a finales del siglo XIX. Quién más, quién menos, los amantes del progreso, la ciencia y la tecnología se sumaron a la fiebre ciclista. En Francia, más que en el Reino Unido, sea todo dicho, porque aunque el neumático era británico, el ciclismo como deporte nació en Francia y la nación entera se sumó al ciclismo con frenesí.
Pero una cosa es querer y otra es poder. Los ciclistas se enfrentaban a muchos peligros. El ciclista embestía a los peatones, asustaba a las damas, irritaba a los caballeros, espantaba a los brutos... y no hablemos de los tranvías. En cualquier ciudad europea se repetía el suceso con demasiada frecuencia. Un grito de angustía, un chirriar de frenos, una multitud que corría hacia el tranvía. ¡Otro ciclista...! Cuenta Joseph Roth que en Viena corría un chiste que decía que la culpa era siempre de los judíos... o de los ciclistas.
Pero el incordio más molesto que sufrían los ciclistas era el de los canes. Así que un perro veía pasar a un ciclista, corría tras él para morderle la pantorrilla. Los chuchos perseguían a un ciclista sí y a otro también y provocaban muchos accidentes. Además, corrían entre los ciclistas leyendas de perros rabiosos capaces de contagiarle a uno la hidrofobia. Si bien Pasteur había descubierto la vacuna, los ciclistas creían en el progreso de la mecánica, pero todavía desconfiaban de los adelantos biomédicos.
Así que pronto se vieron ciclistas con la British Bull Dog o alguna de sus imitaciones a cuestas. Si asomaba un chucho, se echaba mano del revólver y pam, pam, asunto resuelto. Pero el revólver de Philip Webley & Son, de Birmingham, tenía el martillo a la vista y tenía un notable retroceso. Si uno se enfrentaba a un perro desde una bicicleta en marcha, tenía que desenfundar rápido; pero el martillo del revólver británico se enredaba en las ropas y las más de las veces el ciclista acababa besando tierra.
Era precisa una solución rápida y elegante, una pistola para ciclistas.
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