Edesa era una población fronteriza del imperio romano. Más de una vez tuvo que vérselas con los partos y se perdió y reconquistó varias veces. Cuando Roma se fue al garete, Edesa restó bajo la soberanía del emperador de Oriente en Constantinopla, que pronto se las tuvo con los persas sasánidas, que también querían Edesa para sí y luego, siglos más tarde, para el Islam.
De Edesa proviene el Santo Rostro que los bizantinos llamaron Mandylion. Una vez perdida Edesa para siempre, los musulmanes permitieron que los bizantinos se llevaran la reliquia a Constantinopla en 944 y de ahí pasó a manos de los venecianos en 1207 después de la Cuarta Cruzada. Sólo se conserva una copia del Mandylion en la Biblioteca Vaticana. Se sabe, porque está documentado, que el Mandylion estaba en manos de los habitantes de Edesa en 544, pero no fue el Mandylion lo que salvó a la ciudad, sino un cerdo.
Me explicaré.
El gran rey persa Cosroes I se enfrentaba al emperador Justiniano, de Bizancio, y le estaba dando una paliza de padre y señor mío. Había roto la Pax Perpetua que habían firmado los dos unos años antes y las tropas de Bizancio no podían con él. El ejército persa parecía invencible, hasta que tropezó con las murallas de Edesa.
No es que las murallas de Edesa fueran excepcionales: eran unas murallas normalitas; y la guarnición, tres cuartos de lo mismo. Pero el comandante de la guarnición sabía muy bien lo que se hacía y fue capaz de resistir las primeras embestidas.
«¿No ha caído Edesa?» «Todavía no, mi gran rey y señor.» «¡Que le corten la cabeza, por inútil! Está visto que si no hago las cosas yo mismo... ¡Que me traigan los elefantes! Se van a enterar los de Edesa de lo que vale un peine.»
¡Elefantes...! En combinación con la caballería persa (la primera en emplear estribos), eran invencibles, y el comandante de Edesa supo que había llegado la hora. Los persas iban a acercarse a las murallas sin que nadie pudiera impedírselo, y allá venían con todas las máquinas de guerra a cuestas. Si no ocurría un milagro, Edesa sería persa en cuestión de horas.
«¿Un milagro? ¿Sacamos el Mandylion?» «Qué Mandylion ni qué niño muerto... Tráeme todos los cerdos que encuentres.» «¿Cerdos, señor?» «¡Cerdos, cerdos...! Marranos, puercos, tocinos... llámalos como quieras, pero tráelos a todos aquí, y que sea deprisa.»
¿Se había vuelto loco el comandante de Edesa? Pues, no. Todo lo contrario, había recordado la estrategia que consiguió vencer a los elefantes de Pirro y salvado a los megarenses, siete siglos ha.
Entonces, Roma casi sucumbe ante los ejércitos de Pirro. Éste contaba con docenas de elefantes, que destrozaban a cuanta legión romana se le ponía por delante. Hasta que, en la batalla de Maleventum (hoy, Benevento), en el 274 aC, los romanos llevaron consigo una piara de cerdos. Así que se acercaron los elefantes de Pirro, embadurnaron a los marranos con grasa y aceite y les prendieron fuego. Los gorrinos salieron corriendo en todas direcciones, envueltos en llamas, gritando como sólo gritan los cerdos, y el espectáculo espantó a los elefantes, que dieron media vuelta y se dieron a la fuga. Lo contó Plinio, el Viejo (Naturalis Historia 8.9.27).
Poco después, en el 266 aC, los habitantes de Megara también lanzaron gorrinos en llamas contra los elefantes de Antígono II, que quería conquistar la ciudad y que llevaba elefantes consigo. Dejaron constancia de la cochinada Polieno (Estrategematon 4.6.3.) y Claudio Eliano (De natura animalium, 16.36.). Todo porque los griegos, cuenta Calístenes, conocían las propiedades antipaquidérmicas del puerco llameante gracias a Alejandro el Magno, que lo supo del rey Porus... Quién lo hubiera imaginado.
«Mi comandante, sólo nos queda un cerdo.» El comandante de Edesa contempló primero al cerdo, que estaba para comérselo, y luego echó un vistazo a las docenas de elefantes que casi estaban a tiro de piedra de las murallas. Con un solo cerdo no podían lanzar un ataque de gorrinos ardientes, pero algo tenían que hacer.
El comandante no se lo pensó dos veces. Mandó que colgaran al cochino de lo alto de las murallas, tan pronto los elefantes estuvieran a tocar de ellas. Así lo hicieron: ataron una cuerda a un jamón y descolgaron el tocino boca abajo. El puerco protestó, porque a nadie le gusta que le cuelguen boca abajo de las murallas. Así que gritó y se agitó y montó un escándalo de miedo.
Cuenta Procopio de Cesarea (De Bellis, o Polemon, 8.14.30-43) que los elefantes de Cosroes, al ver al cerdo colgado de las murallas y oír sus gritos, se espantaron, dieron media vuelta y huyeron, llevándose por delante a cuanto persa pillaron por el camino. El comandante de Edesa, entonces, ordenó una salida y el ejército de Cosroes fue derrotado y nunca más atacó al imperio de Oriente.
Todo gracias a un cerdo, que conste.
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