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Inicio de campaña


Una tradición no escrita dice que la campaña electoral comienza con la pegada de carteles. Salen los candidatos a medianoche, que sería con alevosía y nocturnidad si no fuera por tantas cámaras de televisión, se acercan a una marquesina, cogen el pincel, la cola, demuestran su poca pericia en tareas manuales, se manchan el traje recién estrenado y sonríen todo el tiempo, buscando niños a los que besar. El cartel quedaba allá expuesto a los elementos, hecho un guiñapo, de mal pegado.

Los asesores de campaña, esa peste contemporánea que convierte un programa político con ideas en una calabaza hueca, creyeron oportuno mostrar los carteles electorales con más acierto que ése y propusieron que los políticos no pegaran los carteles, sino que descorrieran unas cortinas y los mostraran nuevecitos e impolutos a los medios de comunicación. Así, sostenían, la propaganda luce mejor, que hemos pagado una pasta por ella, caramba. Los políticos no se lo pensaron dos veces, porque no sabrán darle a la cola, pero lo de descubrir placas conmemorativas no se les da mal y como el trabajo de descubrir un cartel es similar al de descubrir una placa conmemorativa, tras unas cuantas horas de entrenamiento dirigido e intensivo pudieron descorrer las cortinas sin demasiados incidentes. Pero el ejercicio continuaba siendo un ritual forzado e incómodo.

Todo esto coincidió con el auge de la televisión. Aquí es donde los políticos y los asesores de imagen se ven con fuerzas. Fíjense: la pegada de carteles ya no la celebra nadie. Ahora reúnen a un par de miles de militantes fanáticos y vociferantes en un local bien grande y dejan ir el lema de la campaña, cuanto más simple y elemental, mejor, a gritos, con mucho ruido, mucha música y muchos colores. El público, con un fervor político que sólo puede ser atribuido a la histeria colectiva, aplaude cualquier ocurrencia del simio que ocupa la tribuna. De repente, en medio de su discurso, se enciende una lucecita roja en el atril. ¡Salimos por televisión!

El discurso (soporífero) se detiene en medio de una frase y comienza la cuña publicitaria, estrictamente cronometrada. En veinte segundos, pongamos por caso, el candidato tiene el tiempo justo de repetir el lema dos veces, soltar una perogrullada y ceder la voz a los gritos entusiastas del público. Fin de la conexión. Se apaga la luz roja y el político sigue donde lo había dejado y se apaga el entusiasmo del común. Así funciona.

Pero eso era cuando los periodistas eran periodistas y conectaban con el espectáculo en directo. Hoy, los partidos políticos tienen un equipo propio de filmación, luz y sonido, escogen el mejor ángulo del líder, graban su mejor voz, seleccionan la mejor frase del discurso (de hecho, no hay discurso, sino una sucesión de lemas que valen como cuñas publicitarias), y envían el resultado a las televisiones.

Los periodistas de verdad no pueden conectar en directo con los mitines y los telediarios emiten las grabaciones que reciben, cuidadosamente censuradas y cronometradas. Se ha hecho una ley que controla el tiempo exacto que tiene que aparecer tal político en pantalla, o mejor dicho, la memez publicitaria que el equipo de campaña ha grabado para ese día. Vergonzosamente, los equipos de periodistas de las televisiones públicas y privadas se dejan violentar por semejante práctica y en vez de plantarse y decir que o graban ellos o emite el mitín tu abuela. Todos ceden presionados por las amenazas de los líderes patrios, que en esto están todos de acuerdo. Cobardes unos, pero miserables los otros.

Sin embargo, en las elecciones al Parlamento de Cataluña de 2012, ha ocurrido algo que supone una novedad. Los trabajadores de la televisión pública catalana se han declarado en huelga durante unas horas, a medianoche. Los políticos catalanes no han podido ser vistos en directo por los seguidores de la campaña electoral en los canales de la CCRTV, CCMA, TV-3 o como se llame. En vez de un señor Mas asegurando que él es la voz del pueblo, un señor Navarro jurando que su opción es la más sensata o cualquier otro diciendo tonterías de semejante calibre, pasaron un documental interesantísimo y muy recomendable sobre los años en los que Cataluña fue Francia bajo el Primer Imperio. Añoré la posibilidad de estar celebrando ahora el 14 de julio en vez del 11 de septiembre y disfruté con las lecciones de la Historia, mucho más interesantes que todo lo dicho hasta ahora.

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