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La pistola «Chinese Must Go»


Uno de mis agentes corresponsales ha viajado hace poco a los EE.UU. Por lo que sé y me contó, será en Chinatown (el Barrio Chino) de Nueva York, hay un Museo Chino-Americano digno de verse. Como mi agente es hombre culto e inquieto, ávido de novedades, echó una visita al museo. Luego me envió esta fotografía.

La fotografía que me envió mi agente.

Sé que te interesas siempre por las armas de fuego, me dijo. Por eso te hago llegar esta fotografía de una pistola racista. ¡Cómo me conoce, mi agente! Fue ver la fotografía y rabiar de curiosidad.

Antes de proseguir, tendríamos que abrir un inciso en el discurso. Parece que despisto, pero ¿qué sabemos de la emigración de los chinos hacia los EE.UU.?

Trabajadores chinos del ferrocarril, en el Canadá, hacia 1880.

Poco. Apenas lo que sucedía en Kung-Fu, aquella serie de televisión protagonizada por David Carradine, donde el Pequeño Saltamontes se liaba a patadas con pistoleros malvados y recordaba conversaciones con el maestro chaolín (no sé cómo se escribe), de ésas con imágenes difuminadas y sentencias de manual de autoayuda. Pero la realidad fue bastante más prosaica y desgraciada.

La Fiebre del Oro (1848) provocó una fiebre migratoria. Nos viene a la cabeza una caravana de carromatos camino del Oeste, atravesando las grandes praderas, pero nos olvidamos de tantos buques a vapor que cruzaron los océanos cargados de personas que buscaban una oportunidad o huían de la miseria. ¿Quiénes son esos inmigrantes? Europeos, la mayoría, y un gran número de norteamericanos que emigraron hacia el Oeste doblando el Cabo de Hornos. Pero nos olvidamos de miles de chinos que cruzaron el Pacífico para trabajar en las minas de oro.

La inmigración china vista como amenaza, como una plaga de cocodrilos.

En 1848, apenas había 352 chinos censados en California; la mayoría, marineros o personal de los astilleros californianos, chinos que llevaban ahí varias generaciones. En 1849, la cifra se había doblado; en 1850, triplicado; en 1852, llegaron 20.000 chinos a la costa de California. En 1880, sólo en California vivían 300.000 chinos, que sumaban una décima parte de la población del estado.

Llegaron en tal número como mano de obra barata y huyendo del hambre y la guerra en China. La mayoría eran trabajadores que habían dejado atrás su familia en China, esposas, hijos. Prácticamente todos eran varones, sólo uno de cada mil inmigrantes era mujer. Eran personas desesperadas que buscaban un sustento para sí y para la familia. Algunos querían volver a China; algunos otros querían una nueva oportunidad para ellos y sus familias en el Oeste, pues esperaban prosperar y ahorrar lo suficiente como para conseguir reunir la familia de nuevo.

Trabajaron en las minas de oro, en los campos de California, en las flotas pesqueras, como marineros en la flota de cabotaje y atención, como recolectores de algodón al lado de los esclavos negros en el Sur. ¡Era más barato contratar a los chinos que mantener a los esclavos! Las compañías navieras les vendían el pasaje a crédito, que luego tenían que devolver trabajando grátis. Las compañías navieras, pues, vendían ese trabajo a los terratenientes y hacían un negocio redondo con esta nueva versión del tráfico de esclavos.

Miles de chinos trabajaron para abrir nuevas vías ferroviarias en los EE.UU.

La gran inmigración china vino con el ferrocarril. Cuando se iniciaron las obras del ferrocarril transcontinental, que uniría las costas del Este y del Oeste de los EE.UU., los chinos fueron reclutados a miles y sin ellos habría sido mucho más difícil el progreso del ferrocarril y la conquista del Oeste.

Racismo en estado puro. Anuncio de matarratas e insecticida.

El racismo hizo su aparición y se encarnizó con los chinos. Fue brutal. Mientras un inmigrante caucásico (europeo) podía nacionalizarse norteamericano rápidamente, se prohibió que los chinos fueran declarados americanos. La crisis económica de 1870, ferocísima, había provocado aires de revuelta en los sindicatos y las asociaciones políticas y había iniciado un movimiento antichino virulento y fanático. Surgió entonces la idea del peligro amarillo (del que nacería el malvado Fu-Manchú de las novelas y las películas). Se veían con desconfianza los barrios chinos (de hecho, guetos) y las sociedades secretas chinas (que no eran tan secretas como se dice). Se sucedieron los linchamientos y matanzas de chinos, frecuentes durante los últimos años del siglo XIX.

El malvado Fu-Manchú, qué miedo.

Llegó a tal el racismo que en 1882 el Congreso de los EE.UU. decretó la Chinese Exclusion Act, que prohibió la inmigración china durante diez años. Pasados estos diez años, se aprobó la Geary Act en 1892, que prorrogó la exclusión.

Se da el caso que éstas han sido las únicas leyes de los EE.UU. que han prohibido la inmigración o la nacionalización de inmigrantes basándose en criterios puramente racistas, pues especificaban que los candidatos a ciudadanos americanos tenían que ser de raza caucásica y nunca de raza asiática. También prohibió expresamente la reunión de las familias de los chinos que ya vivían en los EE.UU. Todo un problema, porque más del 90% de la población china americana era masculina. Pronto surgió un oscuro negocio de prostitución clandestina.

Anuncio de jabón Magic Washer.

En 1924 se prohibió en el Congreso que una persona de raza asiática pudiera solicitar la nacionalización americana, poseer tierras o contraer matrimonio con una mujer blanca (se exceptuó expresamente a los filipinos, bajo el paraguas de un protectorado de los EE.UU.). El antichinismo era absoluto.

Sólo la Segunda Guerra Mundial comenzó a suavizar la legislación racista americana, y sólo porque China se alió con los EE.UU. contra el Japón. En 1965 se abolieron las restricciones del número de inmigrantes asiáticos. En 2010 se habían censado como ciudadanos americanos más de tres millones de chinos, el 1% de la población de los EE.UU.

En esta vorágine racista de finales del siglo XIX surge Denis Kearney, el líder del Workingman's Party, un sindicato californiano. Los Johnies, también llamados coolies, los chinos, esos extranjeros permanentes, eran los culpables del paro y la falta de oportunidades. Como Kearney atacaba siempre a los capitalistas, acusó a éstos de importar mano de obra esclava china para poder dejar sin trabajo en el ferrocarril o la agricultura al honesto trabajador americano.

Pase para una convención del sindicato de Kearney.

El antichinismo de Kearney se hizo mayúsculo y exagerado. Sus discursos agitadores y populistas acababan todos con estas palabras: And whatever happens, the Chinese must go! Es decir: Pase lo que pase, ¡los chinos deben irse!

Cuando se plantea la cuestión china, dijo, podemos discutir qué sería mejor, si colgar, disparar o despedazar a los capitalistas [que contratan chinos]. En seis meses, levantaríamos a cincuenta mil hombres contra ellos. [...] Si John [los chinos] no se va de aquí, lo arrojaremos a él y a sus abortos al mar. [...] Estamos dispuestos a hacerlo, ahora mismo. [...] Si fallan las urnas, tenemos a punto las pistolas.

En otro texto, dijo: California será del todo americana o será del todo china. Nosotros estamos decididos a que sea del todo americana, y vamos a conseguirlo.

El juguete y su estuche.

Ahora vuelvo a la pistola racista de la fotografía, que no se entiende sin el lema del Workingman's Party de California, Chinese must go! De hecho, es una pistola Chinese Must Go, tal es su nombre, y no es una pistola de verdad, sólo un juguete, como tantos otros juguetes racistas de finales del siglo XIX y principios del siglo XX.

Cuando digo racistas, digo brutalmente racistas.

Imita a una pistola de bolsillo de percusión de un solo tiro, tan de boga en aquella época, una pistola que podía obtenerse por cuatro perras. En vez del martillo de percusión, había dos figuras articuladas. Una, la de delante, un chino. Detrás, un señor con sombrero derby, de raza caucásica, que sujeta al chino por la coleta. En algunas versiones, la coleta era de metal, como los muñecos; en algunas otras era una cuerda trenzada.

Pistola Chinese Must Go en perfecto estado de conservación.

Se arma la pistola haciendo que el monigote del sombrero baje la pierna articulada. Entonces, se coloca un fulminante en el culo del chino. Se aprieta la cola del disparador y la pierna del monigote con sombrero se convierte en el martillo. En efecto, se dispara y el caballero le suelta una patada en el culo al chino que hace estallar el fulminante. ¡Pam! El chino echa la cabeza hacia atrás.

Si esto no es racista, le falta poco.

La pistola Punch & Judy. Véase el bulto de la bragueta de Punch.

El fabricante de la Chinese Must Go Pistol no había inventado nada nuevo. De hecho, comercializaba la Punch & Judy Pistol. Punch y Judy son los personajes principales de la tradición anglosajona de los llamados títeres de cachiporra, ésos que acaban siempre una representación a bastonazos. En esta pistola, se coloca el fulminante en la bragueta de Punch y cuando se dispara la pistola, Punch se abalanza sobre Judy y el fulminante choca contra su culo. ¡Pum! Se vendía como juguete, pero el asunto tiene un punto de asalto sexual por detrás (por no decir de violencia anal) que no es apto para menores.

Hoy, esas pistolas son objeto de colección. Una pistola Chinese Must Go se vende a un precio entre los 800 y los 1.200 dólares. En perfectísimo estado, puede sobrepasar los 2.000 dólares en una subasta.





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