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Cambios en el callejero de Sitges


Los indígenas suburenses engendran multitud de historiadores locales aficionados. En este caso, aficionados quiere decir que sienten mucha afición, que se apasionan, que echan el resto en dotarse de una erudicción que muchos quisiéramos y poquísimos alcanzamos. Su especialidad histórica es Sitges misma y los indígenas que la habitaron. Saben más de ellos que ellos mismos y más allá de este universo mundo no existe nada digno de interés. Tal es su credo, no hay más, y tiene algo enfermizo en su naturaleza.

El Eco sí que merece que le pongan una calle, caramba.

Se toman tan a pecho sus investigaciones, echan tanta leña al fuego, que los debates académicos se convierten en peleas a cara de perro por saber si can Pere era can Pere o can Perico. Hay que ir con mucho cuidado al abrir El Eco de Sitges, centenario periódico local de rancio abolengo y medio de expresión de la intelectualidad indígena, porque vuelan los puñales. Que can Pere era can Pere, no can Perico, dice uno, y que no, salta el otro, que era can Perico y no can Pere, y de ahí a estirarse de los pelos, un paso. La anécdota del atizador de Wittgenstein (con el que éste quiso agredir a Popper delante de Russell, qué reunión aquélla) queda corta ante la virulencia de estos debates locales. No los conozco iguales.

Uno de los temas que desata más pasiones es el del callejero de Sitges, porque conviven en una misma calle un nombre institucional (oficial, registrado en los libros), a veces un nombre que tuvo y dejó de tener (en tiempos de la República o de Franco, por ejemplo) y un tercero (a veces hasta un cuarto) que también tuvo, pero que no tenía nada de oficial: era puramente popular.

Ocurre que Sitges fue hasta hace un siglo un lugarcito pequeñajo e insignificante, y esta frase es más que suficiente para provocar la ira del gremio de los historiadores locales, que querrán quemarme en plaza pública previo escarnio y vergüenza. Les ruego que no lo tomen a mal. Quiero decir que era un pueblecito. A medida que aparecían calles y plazas, el público prescindía de los nombres del callejero oficial y tiraba por los motes y los sonsonetes, hasta por nombres de toda la vida que nada tenían que ver con el urbanismo. Ésta es costumbre ancestral de las gentes de pueblo y boina y Sitges y sus indígenas no iban a ser una excepción.

Luego llegan los historiadores locales y la tenemos liada. Porque tal calle (nombre oficial) era (en verdad) la calle de can Pere... o can Perico. Vuelven los artículos incendiarios a las páginas del Eco, ya ven por qué fruslerías.

Pero quizá no sean cosas tan banales, porque los indígenas suburenses de pura raza y rancio abolengo emplean a veces (cada vez menos) tan pintorescos patronímicos. El suburense impuro e inmigrante, el que no tiene como mínimo siete bisabuelos suburenses, no sabrá qué calle es ésa de can Pere (o can Perico) porque el tal Pere hace ya siglo y medio que murió aplastado por culpa de un mal tropezón del gegant en la Festa Major, pongamos por caso.

A principios del siglo XX, Sitges comenzó a aparecer en el mapa gracias a los veraneantes. En concreto, a dos de ellos. Se trataba de un americano podrido de dineros y un tanto tarambana (Deering) y de una tropa de artistas modernistas pobres (Opisso, Casas, etc.) que corrían detrás de un artista modernista con dinero (Rusiñol), que le dió por asentar sus reales ahí mismo. Gracias a esos dos, se montaron unas juergas notables y la fama del pueblo se acrecentó allende los mares (es decir, más allá de Vilanova i la Geltrú por abajo y hasta Barcelona por arriba). Fue entonces cuando, haciendo gala de modernidad y progreso, de estar a la última, pusieron de nombre España a calle y plaza. Olé.

No sabemos por qué. Unos dicen porque el alcalde de entonces había oído hablar de la Piazza di Spagna en Roma y dijo ¡Ahora verás tú que plaza de España me montó yo en casa! Otros, que querían llamar la atención de los Madriles, por ver si el rey Alfonso (juerguista irredento) se sumaba a las orgías modernistas del momento (algo que no sucedió).

La CUP dice que lo de España surgió de (cito) un consistorio poco democrático, debido al voto censitario vigente en aquellos tiempos y a las fuerzas centralistas preponderantes. Bueno, es otra manera de verlo.

Calle y plaza son famosas porque en septiembre siempre se lia parda y las riadas se llevaban los coches aparcados derechitos a la mar. Las riadas también se llevan los meados de los turistas acumulados durante la temporada estival. Esas avenidas de agua eran la señal del fin de las vacaciones para muchos que, como yo, veraneábamos entre tan curiosos indígenas. ¿Vamos a ver cómo el agua se lleva los coches? ¡Vamos!

Las avenidas de agua de la calle España, legendarias.
Ahora serán las avenidas de la Bassa Rodona, ya ven qué cambio.

Ahora, hace poco, como mandan en el pueblo indígenas cebolludos, de los que llaman barretina al gorro frigio, por no llamarle boina, se ha querido resucitar aquellos nombres de antaño, de los que nadie se acordaba, la verdad sea dicha. Con la de problemas que tiene el pueblo, y no se les ocurre nada más que hacer que suprimir Espanya del callejero, porque es nombre que hace feo. Coño: la calle del Nofollar... digo... del Fonollar también suena fatal. Pero, ya digo, sobre gustos no hay reglas.

Los historiadores locales han acudido a la llamada de la reacción y han resucitado los viejos nombres de la gente de boina y pueblo de cuando no existían las bombillas, que son plaza del Pou Vedre para la plaza de España y calle de la Bassa Rodona para la calle de España. Por lo visto, el lugar, entonces a las afueras del pueblo, servía para dar de beber a bestias e indígenas, pues estaba provisto de un pozo (pou, en catalán) y una charca (bassa), algo muy útil en una villa que siempre ha tenido problemas con el agua potable.

Como el nombre de España llegó de la mano de munícipes poco propensos a la democracia, que representaban a una minoría centralista y mala, muy mala, CiU y la CUP han querido convertir el cambio del callejero en una lección de democracia descentralizada, para que se vea muy clarito que las cosas aquí las hacemos diferentes y como siempre, mejor.

Sólo CiU y la CUP, siete regidores que representan al 15,2% del censo electoral y a una tercera parte del Pleno Municipal, han votado por el cambio en el callejero. Como los demás han optado por la abstención o la oposición, se ha aprobado la moción. Que no se quejen si no les gusta el resultado.

Luego (luego, después), para que no se diga, han preguntado al pueblo mediante una consulta no vinculante. Repito: no vinculante.

Los votantes tenían cuatro opciones, en cada caso.

Opción A, el nuevo nombre.
Opción B, mantener el mismo nombre.
Opción C, mantener el mismo nombre con una referencia al nombre que tuvo antaño (por ejemplo, calle de España, antes calle de la Bassa Rodona).
Opción D, la más divertida, el voto en blanco (sic).

En el caso de la plaza de España, el 60,2% de los votos emitidos (612) se inclinó por la opción A; en el caso de la calle de España, el 61,3% (de 607 votos).

Como el censo electoral de Sitges era, en 2011, de 18.173 personas, se ha aprobado el cambio por una amplia mayoría del 2,01% del censo electoral, que no ha dejado lugar a dudas. Los munícipes, contando con tan amplio soporte popular, han procedido a cambiar el callejero con la legitimidad democrática correspondiente. Para unos será suficiente y para otros, una mamarrachada. Se cruzarán puñaladas en las páginas del Eco y los indígenas suburenses aparecerán con un hueso en la nariz en los telediarios de Intereconomía o 13TV o compartiendo santidad con Bartolo y Tecla en las páginas de El Punt-Avui. C'est la vie! La cuestión es que hablen de uno, aunque sea mal, por ver si vienen turistas.

Qué nombre le ponemos.

Aportaré un granito de polémica al debate. Ahora, con los nuevos patronímicos, los turistas ebrios se mearán y vomitarán en los portales de la Bassa Rodona, en vez de hacerlo en España. Mírenlo así y no les parecerá tan buena la idea del cambio a los que estaban a favor ni tan mala a los que estaban en contra.

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