De pequeñito, a veces compraba churros en la calle Barcelona, de Sitges. Pero el tiempo se come la patria de uno, que es la infancia, y la despedaza hasta dejarla irreconocible.
A Dios gracias, la churrería del Paseo Marítimo aparece cada verano, desde hace unos años, para alegrar los corazones y los estómagos con sus fritangas y dulces. Ofrece chocolate a altas horas de la noche o de madrugada y trabaja a destajo para indígenas y forasteros.
Pillé a los churreros abriendo el establecimiento a primera hora (es decir, bien pasadas las doce del mediodía), abriendo esos enormes portones y prometiendo felices churros a la población.
Me entró hambre.
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