Un personaje cómico, un personaje trágico.
Comenté hace muy poco la cómica presencia de un traductor del inglés al lenguaje de los signos en los funerales de Nelson Mandela. Recordarán el hecho. Un tipo sube al escenario y traduce a signos todo lo dicho por los dirigentes del mundo mundial. Pero, ay, resulta que el tipo se inventaba los signos y éstos nada tenían que ver con lo dicho. Los sordos que presenciaron en acto se alarmaron, inmediatamente. Saltó el escándalo y el suceso dio para muchas risas, aunque indignó a las personas afectadas por lo que parecía una burla.
Daba para muchas risas, y confieso que muchas de esas carcajadas fueron mías, pero esa hilaridad la provocaba, en realidad, una tragedia tremenda. Las autoridades sudafricanas han comunicado a la prensa que el tipo gesticulante padecía una suerte de esquizofrenia y que ahora está recluido en un manicomio. Si realmente estaba loco, si lo han convertido en tal, eso ya no lo sé. Pero hemos pasado de la risa al estupor, de la comedia a la tragedia, en una frase apenas. Se atraganta el reír y nos aplasta el horror de la locura.
Sea como sea, es un caso singular, único, y un ejemplo vivo de la finísima línea que separa lo cómico de lo trágico. En un pispás, la hemos atravesado.
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