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Hace setenta años



Tenía que haber sido un día antes, el 5 de junio, pero el tiempo no acompañó. Por eso, muchos de los soldados que pisaron las playas de Normandía el 6 de junio de 1944 habían pasado días en el mar y estaban tan mareados y enfermos que no sabían muy bien lo que se hacían. Muchos murieron.


Es difícil describir el caos y el horror de una batalla. Quizá el cine lo haya conseguido, a medias, pero una cosa es narrarlo y otra, vivirlo. Los pocos supervivientes que todavía quedan de aquella batalla se niegan a recordar el miedo que pasaron a bordo de los aviones, las lanchas de desembarco o en los blocaos, esperando el ataque. Hablan de sus compañeros y se estremecen hasta los huesos, porque tantos de ellos murieron. Si no en Normandía, en cualquier otra parte. Se sienten consternados por seguir vivos y al descubrir que ese privilegio se está agotando por momentos. 

Muchos dicen con orgullo ¡Yo estuve en Normandía! Luego, los que de verdad estuvieron ahí, calados hasta los huesos, mareados, aterrorizados, sucios y desesperados, se apresuran a restar importancia a su papel en la batalla, porque uno aprende en la guerra que los héroes son anónimos y es de mala educación hablar de ellos. Se sienten orgullosos al pisar el suelo de una Francia libre, pero tímidos a la hora de reconocer sus méritos. Éramos jóvenes, se excusan, antes de apartar la mirada.



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