Ayer a la tarde fuí obsequiado con un improvisado concierto de violín. Unas horas después, hubo una segunda sesión y me regalaron con un dúo de violín y clarinete.
El concierto provocó el placer de lo bello e inesperado, despertando en medio de la tarde del domingo y alzando el vuelo sin previo aviso. Iba a decir ante mis ojos, pero no pude verlo, sólo escucharlo, calladito y en silencio.
Tengo nuevos vecinos en el piso de abajo. Jóvenes, me parece. No los tengo vistos, apenas fugazmente. Desde hace unos días, a determinada hora de la tarde, llega a mis oídos el agudo lamento de las cuerdas de un violín, porque las paredes de mi casa son de papel, como suele decirse. No le he prestado demasiada atención. No me molesta, suena bajito y muy poco tiempo. Unos ejercicios de digitación, una escala, algún arpegio, una breve pieza como mucho y ya está. Lo suficiente como para no perder la costumbre.
Pero ayer, ¡caramba!, el músico anónimo arrancó con dos o tres ejercicios, para calentarse, y luego atacó una pieza de Bach. Así, con un par, que no es poco el riesgo. Cometió algunas imperfecciones, repitió algunos pasajes, se atascó en alguna frase, pero me regaló con una maravillosa sonata. Ejecutó la pieza y luego otra. Tocó varias piezas del virtuosismo barroco y luego me regaló un fragmento del Concierto para Violín de Tchaikovski (sin orquesta, lástima). Beethoven, otra floritura barroca y fin. Oh... ¿No hay más?
Unas dos horas después, volvió a sonar música. Un clarinete, me pareció. Tocaba una partitura con relativa facilidad y de repente, sin avisar, se le sumó el violín. Aquello ¿era Mozart? Me da que sí, pero es posible que no. No lo sé, pero me lo pasé muy bien. Apagué el televisor y disfruté como un enano.
A veces, las tardes del domingo se tornan maravillosas sin querer y sin avisar.
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