La carabela de Colón, hace ya unos años.
No fueron pocas las veces que, siendo niño, visité el Museo Marítimo de Barcelona. Me sentía fascinado por los modelos a escala de los grandes navíos de tres puentes y los vapores transatlánticos, los cañones, las ruedas de timón, incluso las canoas de los salvajes de váyase usted a saber dónde. Tan salvajes no tenían que ser si eran capaces de navegar con eso en los mares océanos y alcanzar una isla a cientos de millas de distancia. A mi manera de ver, serían, más que salvajes, insensatos.
Mi ilustre antepasado de refilón, capitán de marina mercante.
Además, teníamos un antepasado en el museo, un antepasado de refilón, que se había casado con la hermana de nuestra abuela, bisabuela, o alguien así, y que había sido marino mercante toda su vida. Cuando la Guerra de Cuba (fíjense si hace tiempo de eso), el personaje burló con su vapor Montserrat el bloqueo yanqui no una, sino varias veces.
El vapor con el que cumplió tales hazañas, que también llevó a Trotsky como pasajero, años después, y contribuiría (modestamente) a la génesis de la Revolución Rusa. También es casualidad, caramba.
En las paredes del museo colgaba el retrato al óleo de tan ilustre (y también insensato) antepasado, todo él barbas y chaquetón azul (marino), con un catalejo en la mano... el mismo que guardo en casa.
Al lado de esos vestigios de gloria, un cuadro ilustraba la hazaña del héroe. El protagonista del fantástico óleo era un vaporcito que se colaba entre unos gigantescos cruceros yanquis, que lo cañoneaban a conciencia, sin dar ni una. El vaporcito escapaba entre los piques de las granadas enemigas, con la bandera de la marina mercante española bien alta en el mástil, para que se viera bien, para que los marinos de la US Navy supieran con quién no iban a poder. Licencias artísticas, supongo.
La carabela de Colón en los años cincuenta, escenario de una gran fiesta poética (sic).
Un apéndice del museo era la carabela de Colón. Vale, bien, de acuerdo, no era carabela, era nao, pero todos decían carabela (y alguno, calavera). Tanto da, porque nao o carabela no era más que un cascarón. Qué redaños para lanzarse al mar océano en busca de Cipango a bordo de un artefacto como ése. Se confirma una vez más que los grandes marinos eran, más que valientes, insensatos.
Había que pagar una entrada aparte para visitar la carabela de Colón, que estaba atracada cerca de las golondrinas, a la vista de la estatua del genovés, al final de las Ramblas, en una época en que esa parte del puerto no era el paseo que es ahora. ¡Cuánto ha cambiado todo desde entonces!
En 1949, Hollywood estrenó su versión del viaje de Colón y no gustó al franquismo.
La respuesta española fue Alba de América.
Si la primera era mala, ésta resultó peor.
La carabela de Colón de Barcelona se construyó para esta película.
Luego se la quedó la Diputación y era, por lo tanto, un bien público.
Por supuesto, no era la carabela de verdad. La construyeron para servir en una película y protagonizó tres, ninguna buena. En el puerto de Barcelona sirvió de adorno y atracción turística, aunque no había mucho que ver. Los niños subían a bordo con mucha ilusión, creyéndose piratas o corsarios, no más, y los padres contemplaban el espectáculo de una tramoya decadente.
La carabela de Colón cuando la Gran Nevada.
Todo viene a cuento porque este fin de semana nos pusimos a recordar y alguien me preguntó qué había sido de la carabela de Colón. Pues, no sé, respondí, y luego, picado por la curiosidad, busqué por internet hasta dar con un artículo de La Vanguardia de hace unos años.
Cuenta el artículo (fechado en 2011) que la nave fue blanco de las iras de Terra Lliure, un grupúsculo terrorista con peores intenciones que resultados, de ideología nacional y socialista (nacionalsocialista, en suma) y hoy tenido por inofensivo. ¿Inofensivo? Craso error. No eran más que mala gente, que iba por el mundo con ansia de sangre, venganza y odio, por mucho que digan. Aunque, es verdad, torpes hasta el ridículo, malos de opereta, que la tomaron con la carabela por considerarla un símbolo de la opresión del Estado español (sic).
Por cierto, lo de Estado español es una expresión franquista que hicieron propia los nacionalistas catalanes. La primera vez que se usa en vez de España es en los Fueros Fundamentales del Estado, los que se publicaron en Burgos, en 1938. Lejos de repudiar el verbo franquista y llamar a las cosas por su nombre, la expresión fue adoptada por el pujolismo y todavía se emplea en el postpujolismo con sobrada insistencia. A TV3 me remito y ya verán ustedes.
Miquel Casals, autor material del incendio, fue noticia por su piromanía.
Hoy milita en eso del prusés y no sabemos qué piensa ahora de la catalanidad de Colón.
Al grano: que se les puso entre ceja y ceja hundirla. El artículo de La Vanguardia que adjunto describe los varios intentos de echarla a pique, más cómicos que trágicos. Fracasaron todos hasta que el terrorista empecinado en hundirla provocó un incendio con una botella de gasolina y dos días después, otro. Se conocen el nombre y los apellidos del gamberro, que todavía presume de su acto de suprema y heroica valentía, aunque, en el mejor de los casos, no pasa de estupidez.
El caso es que el navío estaba viejo, no iba nadie a verlo, costaba más mantenerlo que la recaudación de las entradas y sólo faltó eso para darle la puntilla. El daño fue importante, pero no irreparable. Una manita de pintura y habría quedado como nueva, pero se calculó el dispendio en 200 millones de pesetas (poco más de un millón de euros). Ahora bien, no salía a cuenta repintar la nao, porque iba a ser un negocio ruinoso, tan poca gente iba a verla. Así que decidieron hundirla y convertirla en apartamento para peces. Sin preguntar, sin consultar al común, en conciliábulo privado de Ayuntamiento y Diputación de Barcelona y Generalidad de Cataluña.
Es eso lo que llama la atención del cuento, que la hundieron en el mayor de los secretos, sin publicidad, a escondidas. Se acercaban las Olimpiadas del 92 y se guardó un tremendo silencio sobre este asunto. El acto terrorista (la gamberrada) no obtuvo la publicidad que buscaba, no fuera a cuestionarse la seguridad de los Juegos Olímpicos; el hundimiento de la nao se hizo con premeditación, alevosía y nocturnidad, con la complicidad de las autoridades todas. Un día estaba la nao, al día siguiente ya no estaba y nadie dijo nada, nadie preguntó nada, nadie.
Hasta que veinte años después (veinte) se enredó la red de un pesquero en un escollo que no salía en las cartas marinas. Enviaron a un buzo a liberar la red y éste se llevó la sorpresa de su vida. En una inmersión en el Faro de Calella, en la costa de la comarca del Maresme, allá en el fondo, dió con ¡la carabela de Colón! La de verdad, no, la del puerto de Barcelona. Nadie en el lugar había sido informado de este naufragio y el pecio no había sido registrado en las cartas marinas, fíjense cuánto secretismo.
En la conversación que digo, sin saber todavía qué había sido de la carabela de Colón, uno de los contertulios mostró su irritación. Tendrían que devolverla al puerto, dijo, porque Colón era catalán y merece que lo sepa todo el mundo. ¡Vaya! ¡Que Terra Lliure erró el tiro y atentó contra un símbolo de la catalanidad! Y lo que es peor, ¡acertó! Los del Institut Nova Història deben de estar dándose con un canto en los dientes.
Me pregunto qué habría sido de la carabela de Colón de haber permanecido en el puerto durante los fastos del Tricentenario. No es éste el momento de discutir si el genovés era catalán o del Ampurdán, pero sí el de comprobar que Nietzsche tenía razón: el mundo se rige por el azar y la estupidez. Puede que no sea así, pero hoy, aquí, tengo la impresión de vivir días azarosos en un mar de estupideces. Ni Colón habría podido resistir semejantes olas y es de suponer que, viendo el percal, se hubiera dedicado a cultivar coles.
Para saber más:
Carabela no calavera!!!
ResponderEliminarPero... ¡qué vergüenza! Por Dios, qué vergüenza.
Eliminar¿En qué estaría yo pensando?
No hay excusa.
Eso sí, ya está arreglado y si disimulamos un poco, ni se nota.
(Menos mal que entre mis lectores hay alguno que sabe leer, que si no...)
Yo iba a visitarla con frecuencia junto a mi abuelo, que aprovechaba para explicarme un montón de historias y de Historia. Allí realicé una de mis primeras fotografías, con una de sus Leicas. Mi abuelo estaba sentado en un petril, con la Santa María a su espalda. Lo recuerdo con mucha nostalgia y rabia por el injusto destino del barquito.
ResponderEliminar