Escribiendo, por el autor.
Mucha gente cree que escribir es fácil. Por lo general, eso cree la gente que no ha escrito nunca. Tampoco hay que confundir la facilidad que uno tiene para escribir con el trabajo de escribir, que no es simplemente escribir y ya está. ¡No sólo de bonitas frases vive el lector! Hay que poner orden y concierto. Hay que borrar, quizá lo más difícil. Hay que enfrentarse a un problema de estructura, escoger los registros adecuados, la mejor forma, plantear riesgos asumibles y reconocer las limitaciones de cada uno. Y escribir, claro, escribir.
Pero pongamos que se hace, que se escribe, y que sale (voilà op!) una novela, un poemario, un ensayo... Uno cree que ahí se acaba todo, que viene un editor, lo lee, le gusta, te paga un adelanto y te lo publica. Luego, a vivir de rentas. Eso es lo que piensa casi todo el mundo. Que escribes tu libro y ya está. ¡Narices!
Primero, que lo de vivir de rentas ya puede uno sacárselo de la cabeza, que del libro viven las letras, no los escritores. Sobre lo demás, sobre la creencia de que ahí acaba todo... ¡Qué va! El trabajo del editor, si es un buen editor, consiste, básicamente, en poner al escritor al borde de un ataque de nervios, cuestionando todas y cada una de las partes fundamentales de su texto, su forma, su ejecución, su expresión... Hay que ver si el texto resiste o revienta, procurando que resista y no reviente el autor, naturalmente, aunque algunos grandes editores se han hecho famosos merendándose a sus autores crudos o asados. Editar bien es todo un arte y saber lidiar con el editor, otro.
Si el escritor sobrevive al proceso de edición, la obra tiene posibilidades de tener una cierta coherencia interna y una forma aceptable. Es lo que todos queremos, ¿no? Pero este proceso de prueba y error, de corrección tras corrección y de lucha de titanes (el ego del autor contra el criterio del editor y viceversa) es imprescindible, inevitable y absolutamente necesario. Además, da mucho trabajo y lo que es peor, no hay mucho tiempo para hacerlo. Muchos autores aseguran (en público, pocos; en privado, algunos más) que éste es el trabajo más duro y exigente de todo el proceso de escritura, pero también el más necesario.
Siempre que explico que el trabajo empieza después de haber escrito tu obra, me toman por el pito del sereno. Si fueras un buen escritor, no iban a corregirte tantas cosas, me dicen. Ay... ¡Claro que soy un buen escritor! (¿Qué escritor negaría esta frase? Hasta los malos escritores consideran que ellos escriben bien. ¡Por eso es tan difícil ser un buen editor!)
Se me ocurre la metáfora del caballo en un ejercicio de doma. El autor es un caballo que tiene cualidades, aunque alguno pasa por burro. El editor es aquel jinete que en el ejercicio de la doma indica al caballo lo que hay que hacer (pero, recordemos, es el caballo quien lo hace). En el mejor caso, el editor propone un paso o un trote; en ocasiones, habrá que recurrir a la fusta, al freno, a las espuelas; algún caso excepcional, pero muy sonado, se ha dado de mordiscos entre autores y editores, literal y literariamente, pero es más el ruido que las nueces en lo que suele ser, excelencias literarias aparte, un choque de burros. Según el caballo y según el jinete, dependiendo del texto sobre el que tengan que cabalgar ambos, puede ser más fácil o más difícil, como es de suponer. No es una buena metáfora, pero sirve para explicar el caso.
Hemingway se las tuvo con su editor una vez y otra. Creo recordar (escribo de memoria y quizá me equivoque) que tuvo que reescribir treinta y siete veces el final de El viejo y el mar. Si no fue El viejo y el mar o no fueron treinta y siete veces, da igual, porque se non è vero, è ben trovato y la idea es ésa. Que quede claro que Hemingway no se suicidó después de un proceso de edición, por mucho que lo insinúen algunos autores recién editados.
Eduardo Lago cuenta que, cuando escribió Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee, pasó por un larguísimo proceso de edición y que la traducción al inglés de Llamadme Brooklyn desembocó en un durísimo editing, que revisó el texto una y mil veces. Cuando le preguntan por el caso, Eduardo Lago habla del mucho trabajo que le cayó encima, muy duro, y en seguida añade qué bien le fue y qué buen provecho sacó de él.
Aquí me tienen, pues, en esa subterránea labor desconocida por el gran público. Trabajando y esperando. Es lo que hay y no quisiera que fuera diferente.
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