La Historia con mayúsculas es apasionante, pero las historias con minúsculas, también, incluso más, porque la realidad supera muchas veces la ficción. Una de estas historias es la del señor Pfister.
La historia nos la cuenta (muy sucintamente) Louis Constant, que escribió Mémoires de Constant, premier valet de chambre de l'empereur, sur la vie privée de Napoléon, sa famille et sa cour, que no tiene desperdicio. No hay que confundir a este Louis Constant con ese otro que tuvo fama de mago y ocultista y que hizo las delicias de los aficionados a los misterios en la segunda mitad del siglo XIX francés.
Napoleón Bonaparte vestido de andar por casa.
El señor Pfister era uno de sus más leales servidores.
El séquito del Emperador era numeroso y no menos de mil personas formaban tanto el Estado Mayor Imperial como su gobierno o la propia Casa del Emperador, que se ocupaba de su comida, su ropa o su reposo. En campaña, el séquito se reducía en número a medida que uno se acercaba al campo de batalla, donde se reducía al mínimo impuesto por las necesidades militares. Pero uno de los personajes que nunca se separaba de Su Majestad era su mayordomo, Pfister.
Napoleón comiendo durante una campaña.
El señor Pfister, detrás de él, cuidándolo todo.
Monsieur Pfister (todo el mundo se refiere a él llamándole señor) era propiamente maître d'hôtel y era el responsable de la mesa del Emperador. Controlaba los avituallamientos, las cocinas, el servicio de mesa, los vinos... Aunque Napoleón devoraba y despachaba la comida en un santiamén, para enseguida levantarse de la mesa, procuraba comer bien acompañado y nunca solo, y ofrecía a sus huéspedes lo mejor de la casa, incluso en campaña.
La Expedición a Egipto fue toda una aventura.
El señor Pfister estuvo ahí y se jugó la vida varias veces.
El señor Pfister llevaba mucho tiempo al servicio de Napoleón. Fue contratado por el general Bonaparte y estuvo en Egipto, donde, se cuenta, soportó innumerables peligros (sic) para servir al general. Estuvo en Marengo (donde serviría en la mesa el famosísimo Poulet à la Marengo) y acompañó a su señor durante el Consulado y más tarde, durante el Imperio. Como miembro destacado de los pages de Napoleón, vestía uno de los uniformes (no militares) más elaborados de la Corte Imperial, incluso en campaña. Si Bonaparte se encontraba en medio de una batalla, el señor Pfister lo seguía de cerca con algo de comer y un buen vino de Madeira o de Málaga, los favoritos de Bonaparte, por si surgía la necesidad. Desde ese privilegiado puesto de mayordomo contempló la mayor gloria del Imperio en Ulm, Austerlitz, Jena, Eylau... hasta que llegó el 21 de abril de 1809.
Batalla de Landhurst.
El 17.º de Infantería ataca a la bayoneta y toma el puente.
El señor Pfister, mientras tanto, corre desnudo por el bosque.
Ese día tuvo lugar la batalla de Landshut, en Baviera, donde unos 36.000 austríacos intentaron proteger la retirada del ala izquierda de su ejército, atrincherándose en la ciudad y bloqueando (e intentanto destruir) dos puentes. Napoleón actuó con rapidez y decisión. Massena y más de 50.000 hombres cruzó por otro lado, más al norte, y amenazó la retaguardia austríaca. Lannes, en cambio, atacó de frente (en inferioridad numérica) y consiguió abrir una brecha en las líneas enemigas. A cambio de 3.000 bajas, Napoleón consiguió provocar 10.000 entre los austríacos, capturó 30 cañones y el botín de miles (sic) de vagones de suministro, entre los que contar un tren pontón (del que luego haría un buen uso en la campaña, más adelante).
En medio del desorden de la batalla, le dio una pájara al señor Pfister. Él, que se había enfrentado a los mamelucos, que había escapado de los cosacos, que había sido blanco de las balas de turcos, ingleses, españoles, rusos, austríacos, suecos, prusianos... y había salido con vida de tantas aventuras, él, decía, en medio del fregado, se volvió loco (y cito a Constant).
Las memorias de Constant, en inglés.
Ese pobre hombre se volvió loco, nos dice. Salió corriendo de su tienda, se metió en un bosque que allí había, cerca del campo de batalla, y se arrancó todas sus ropas hasta quedar desnudo. Sigo leyendo: Pocas horas más tarde, Su Majestad preguntó por el señor Pfister. Quiso conocer su suerte y preguntó a todo el mundo, pero nadie pudo decirle que le había pasado. El Emperador, temiendo que podrían haberle hecho prisionero, envió a un oficial de enlace a parlamentar con los austríacos para intentar recuperar a su mayordomo mediante un canje de prisioneros; pero el oficial volvió diciendo que los austríacos no habían visto al señor Pfister.
Sigue la historia. El Emperador, muy preocupado, ordenó una búsqueda por los alrededores y entonces dieron con el pobre hombre, que fue descubierto, como he dicho, completamente desnudo, amagándose detrás de un árbol, muerto de frío y cubierto de arañazos. Lo trajeron de vuelta y como parecía tranquilo, creyeron que ya se había recuperado y regresó a sus tareas; pero poco tiempo después de regresar a París tuvo un nuevo ataque.
Continúo con la traducción. El carácter de su enfermedad era tremendamente obsceno y se presentó delante de la emperatriz Josefina en tal estado de locura, con gestos tan indecentes, que fue necesario tomar algunas precauciones con respecto a su persona. Fue puesto al cuidado del afamado doctor Esquirol, que, pese a su abundante experiencia, no pudo encontrarle una cura.
Constant acaba el relato mostrándose afectado. Voy a verlo a menudo, dice. Ya no sufre esos ataques tan violentos, pero su cerebro está enfermo; aunque pienso que puede escucharme y comprenderme perfectamente, sus respuestas son las de un verdadero chiflado. Nunca ha cesado su devoción por el Emperador, habla de él constantemente y se imagina sirviéndole, a su lado.
Su locura, como vamos a ver, tomó otras formas. Sigue diciendo Constant: Un día, con aires de mucho misterio, dijo que iba a confesarme un terrible secreto, una conjura contra la vida de Su Majestad, entregándome entonces una nota para Su Majestad, adjunta a unos veinte papelotes que él mismo había escrito y que detallaban todos los extremos de la conjura. Otro día me entregó un puñado de piedrecitas, diciéndome que eran diamantes de gran valor. "Valen lo menos un millón de francos", me dijo.
El Emperador, a quien expliqué mis visitas, se mostró muy contrariado por la continua monomanía de este pobre desgraciado, porque todos sus pensamientos, todos sus actos, los dedicaba a su antiguo señor, y así fue hasta que murió, sin recuperar la razón.
Ésta es toda la historia del señor Pfister. Pobre hombre. El señor Colin lo sustituyó como mayordomo, pero ya no fue lo mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario