Confesaré un grandísimo pecado lector. A estas alturas de mi vida, que son muchas alturas, no había leído nada de Jane Austen. Así, tal cual, dicho con desvergüenza y no poco arrepentimiento. Porque acabo de leer Sentido y sensibilidad y todavía estoy aplaudiendo.
Ay, los clásicos... Por algo son clásicos. Me fascinó Sentido y sensibilidad desde la primera página, con esa elegante y discreta escritura, que ya no se ve, con esa manera de narrar y retratar a las personas con tanta ironía como profundidad. ¡Cuánto he disfrutado!
En otro orden de cosas, causa cierto pasmo contemplar una sociedad en la que una persona de treinta y cinco años es ya demasiado vieja como para enamorarse, o donde un personaje aconseja a otro que tenga paciencia con la suegra porque, en fin, tiene ya cincuenta años y sería muy dudoso que pudiera vivir diez años más. Las protagonistas, Marianne y Elinor, suman diecisiete y diecinueve años. Lo que nosotros llamaríamos novietes o tonterías de adolescente son, en su caso, verdaderos pretendientes a los que cabe analizar con cuidado, porque a poco que una se descuide anda metida en matrimonios. La exquisita educación de las señoritas Dashwood nos parece lejana e irreal, y quizá por ello también fascinante, etcétera.
Pero el mérito de la obra no es, ni mucho menos, esta suma de anécdotas. Son muy bienvenidas, naturalmente, pero lo que me ha enamorado es el dominio de la escritura, el delicado juego de decir, mostrar y explicar que muy pocos escritores dominan y que Austen domina a la perfección, en serio.
No pretendo decir más. Sólo quería descubrir mi pecado y apelar al perdón. Aunque tardía, la dicha ha sido buena y Sentido y sensibilidad, un placer.
¿No la han leído? ¿A qué esperan?
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