Cada año lo mismo. Me han dejado solo. No queda nadie, o no se ve a nadie, mejor dicho. El silencio abandona su escondite y llena las calles vacías, se extiende alrededor, al fin libre. Quedan los periódicos, donde prosigue el griterío de personas excitadas, aunque tan importante no será eso que gritan cuando todos los que se desgañitan se han largado de vacaciones. Además, basta con abrir un libro para silenciar tanta estupidez. Levanta uno la vista y contempla la realidad, que tan abandonada la tenemos últimamente, y hoy se desliza con la extrema cautela que quien no quiere acabar bajo un sol de justicia.
La ciudad, achicharrada, dormita, mientras los turistas, que exhiben un precioso color sonrosado de gamba cocida, se apretujan los unos contra los otros, temerosos de pisar el escenario de un drama silencioso. Entre nube y nube de inquietos visitantes, nada. En un árbol de una calle vecina se ha instalado una chicharra y su cri-cri es escandaloso, a falta de público, a falta de competencia. Ahora sí que es verano y esto se acaba.
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