Simon Leys, autor de La muerte de Napoleón, nos dice en un postfacio de la obra que ésta le salió casi sin querer; sin saber cómo, mejor dicho. ¡Qué fortuna más graciosa! Porque gracias a ella disfrutamos de una novelita (una novela corta) de mucho mérito y muy agradable lectura. Publicada por Acantilado y traducida por José Ramón Monreal, es de ésas que vale la pena leer, y no le llevará mucho tiempo.
La excusa del argumento tiene un punto cómico (y trágico, en el fondo). Bonaparte escapa de su exilio en Santa Helena, gracias a una secreta conjura bonapartista, pero acaba en Francia como un personaje anónimo y teniendo que valerse por sí mismo. No cuento más. Pero algunas páginas nos ponen en medio del enfrentamiento entre la verdad y la realidad (que no siempre son una misma cosa), ante la belleza de un instante o el dolor de un recuerdo. La escena de Waterloo, la del gendarme en la frontera o la del manicomio, por no hablar de la inmensa escena final, son dignas de ser leídas con cuidado y atención, pues fueron escritas en estado de gracia.
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