Hoy, hace un año, Barcelona sufrió un atentado terrorista y todos vivimos horas llenas de miedo, pena y desconcierto. Mientras lamentábamos las muertes y contemplábamos en nuestras calles los estragos del fanatismo, iba alimentándose una manipulación de los sucesos que provocó que el acto de apoyo, duelo y respeto por las víctimas del año pasado se convirtiera en una obscena manifestación política. Ese día, a la vista del espectáculo, concebí la miseria moral de la que algunos son capaces, a la que tantos se apuntan, y comprendí que la maldad no está reñida con la estupidez. A nadie de ellos le importaban las víctimas, ésa es la verdad. Si les hubieran importado, se hubieran comportado de otra manera.
Tal fue el espectáculo que este año hemos intentado convertir el recuerdo de ese día en un acto de reparación del daño (sí, del daño) que hicimos entonces a las víctimas. Me duele decir que mucha gente no ha perdido la oportunidad para seguir explotando la conmemoración en provecho propio. Unos han dado la nota con banderas rojigualdas, porque idiotas los hay en todas partes. No eran muchos y no representaban más que a ellos mismos. Pero había otros con el lacito amarillo y demás parafernalia de la Catalan Alt-Right, y entre estos otros lamento tener que incluir a algunos cargos públicos. La altura moral de la que hacen gala se muestra en toda su crudeza, no diré más. A la pena por el recuerdo sumo la pena por una sociedad enferma.
Hay, sin embargo, quien ha intentado mantener la dignidad en estos momentos. Cargos públicos, pero también ciudadanos de a pie, que son tanto los verdaderos héroes como los principales perjudicados por unos y otros. Y las víctimas. Un abrazo a todas ellas.
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