En la fotografía, doña Clara Aguilera, consejera de Agricultura de Andalucía, engulle pepinos delante de la prensa, como si le fuera la vida en ello. Ñam, ñam, en dos bocados desaparece la mitad de la hortaliza... La imagen me da un repelús tremendo, porque un servidor de ustedes no puede con los pepinos. Oler un pepino me provoca bascas; su sabor, arcadas. Y va doña Clara Aguilera y le clava el diente a un pepino crudo, así, tal cual, aquí te pillo y aquí te mato, y se pone a masticarlo a dos carrillos, ñam, ñam, y yo me pongo enfermo. Contemplo la imagen desde el horror y la consternación.
La cuestión es que doña Clara Aguilera es, quizá, el ejemplo más obsceno de engullir pepinos que hemos visto estos días, pero no ha sido el único. Los políticos y especies afines han considerado un deber sacrosanto, una obligación patria, un no da más del heroismo, engullir pepinos en público. Aquí vemos a doña Esperanza Aguirre mordisqueando una rodaja de pepino delante de las cámaras; aquí, a don Mariano Rajoy repartiendo pepinos como quien reparte caramelos; se le echa en cara al señor Rodríguez Zapatero no comerse un pepino delante del país, que es lo único que le faltaba al pobre hombre; los debates televisivos y radiofónicos se llenan de patriotas que, pepino en mano, ensalzan sus virtudes sin par; la ministra Pajín anima a comer pepinos, que van muy bien para la salud...
El espectáculo es grotesco, no me digan que no.
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