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De Buonaparte y de los Borbones

Cuadernos del Acantilado nos regala con una pequeña obra maestra del panfleto. Se trata de De Buonaparte y de los Borbones, de François-René de Chateaubriand, con prólogo y anotaciones de Cesare Garboli y traducción de José Ramón Monreal. Es magnífico, un discurso impresionante. Y, sí, dice Buonaparte y no Bonaparte, porque Chateaubriand tenía ganas de fastidiar.

Nietzsche dijo que la talla de un hombre se mide por la talla de sus enemigos, y si aplicamos la receta, Chateaubriand fue un hombre de grandísima talla, pues su adversario fue nada más y nada menos que Napoleón Bonaparte. Lo mismo podría decirse de Bonaparte, el último hombre que ha parido Europa, otra vez en boca de Nietzsche, pues su relación de amor y odio con Chateaubriand es de las que hacen historia, nunca mejor dicho.

Chateaubriand sufrió la Revolución Francesa por su origen noble, y luchó con los émigrés contra la República. El golpe del 18 de brumario y el Consulado, la Paz de Amiens, los acuerdos con la Iglesia Católica y la amnistía hicieron de Chateaubriand un funcionario de la diplomacia francesa, un representante del nuevo orden. Escribió El genio del Cristianismo y se ganó la admiración de Bonaparte. Ya entonces destacó el escritor, que se atrevía con el ensayo político y lo resolvía como el mejor de los literatos, con un verbo más que notable.

En 1804, tras varios atentados y conjuras contra su vida y el Consulado, Bonaparte, con el auxilio de Fouché y Savary, secuestró al duque de Enghien y lo mandó fusilar tras un juicio sumarísimo y clandestino. Detuvo al general Pichegru, que murió estrangulado en su celda, y a Cadoudal, que fue decapitado junto con una docena de cómplices delante del Ayuntamiento de París. Moreau, el vencedor de Hohenlinden, tuvo que huir a los Estados Unidos. Esa repentina y contundente reacción contra los partidarios de la reinstauración de los Borbones se llevó por delante a Chateaubriand, que tan pronto se enteró del asesinato del duque de Enghien, dimitió de todos sus cargos, porque no podía ser cómplice de un crimen.

A partir de entonces, Chateaubriand se convirtió en la mosca cojonera de Napoleón Bonaparte, y perdonen la expresión. Insidioso y puñetero, no perdía la ocasión de atacarlo y acusarlo, y eso le costó que varias veces tuviera que abandonar París con lo puesto y pasar una temporada en el campo. Napoleón confesó que el mejor regalo que podrían hacerle era matar a sablazos a Chateaubriand en las escalinatas de las Tullerías, y afirmó que si Chateaubriand tuviera que alabar a una tuerta, solamente hablaría del ojo que le falta.

Pese a todo, Bonaparte siguió admirando a su enemigo, reconociendo en éste una integridad moral y política a la que no estaba acostumbrado. ¡Qué pocos se atrevían a llamarlo tirano en sus narices...! Además, su prosa, que Bonaparte reconocía como la mejor de Francia. Por eso, un día, Bonaparte preguntó por qué Chateaubriand no era todavía académico. Todo fueron prisas para nombrarlo miembro de la Academia. Chateaubriand no perdió la oportunidad y su discurso de ingreso cargaba contra la Revolución, lo que equivalía a cargar contra el Usurpador y su Imperio. ¡La rabieta de Napoleón fue de órdago! Pero Chateaubriand no aceptó las correcciones del puño y letra de Bonaparte, y dio a entender que él leería su discurso, dijera lo que dijera el Corso. El asunto acabó con un nuevo académico pasando una temporada en el campo, Bonaparte con dolor de tripas y la Academia, sin ceremonia de ingreso.

En 1814, con Francia invadida por los aliados y Bonaparte batiéndose contra ellos, Chateaubriand escribió De Buonaparte y de los Borbones. Mientras escribió el panfleto, durmió con él bajo la almohada y un par de pistolas en la mesita de noche. Si la policía lo pillaba con el panfleto, se veía en el cadalso, ejecutado inmediatamente y con prisas. Pero tuvo el valor de publicarlo, reclamando el regreso de los Borbones, la reinstauración de la monarquía y la expulsión del Monstruo.

Su publicación fue oportunísima, y pilló a Bonaparte en Fontainebleau con la Guardia Imperial, todavía con posibilidades de mantenerse en el trono. Le duró poco la esperanza. Una semana después, abdicaba, y parte de esa renuncia la debe al panfleto de Chateaubriand que, dijo, valía por un ejército de cien mil hombres.

Curiosamente, Luis XVIII agradeció el panfleto, pero no se mostró demasiado entusiasta. La única persona que lo juzgó desapasionadamente y reconoció su mérito fue... Bonaparte. Mandó que se lo leyeran e iba diciendo que tal cosa era cierta, que tal cosa era mentira... Un pelota del jefe propuso ir a buscar a Chateaubriand para darle una lección. Bonaparte se enfureció. Chateaubriand merecía todo su respeto, pues siempre se le había opuesto abiertamente y nunca había disimulado lo que pensaba; en cambio, ése y ése, señaló, hace ya tiempo que se han vendido a los Borbones y hacen como que la cosa no va con ellos.

Imagínense la escena.

Y lean De Buonaparte y de los Borbones, con su introducción y sus notas. Merece la pena.

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