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Gigantes y adjetivos

Sitges tiene los mejores gigantes de Cataluña. Es decir, del mundo y parte del extranjero. Así lo asegura cualquier suburense que se precie de su patronímico, y no ahorra calificativos si se trata de ensalzarlos y vanagloriarse de tenerlos en la villa y corte de la blanca Subur. Lo cierto es que los viejos gigantes de Sitges son gigantes de mucho mérito. Que sean los mejores del mundo mundial... Bah, digamos que sí, pero añadamos el latinajo ex aequo, por si surge algún otro gigante notable en algún otro pueblo del universo mundo que pueda compararse a la pareja de gigantes suburenses.

Abro un paréntesis. Si usted es un suburense perteneciente al grupo de suburenses de toda la vida, no tolerará la existencia de un gigante de mérito semejante al de usted, al de Sitges, y la sola mención de esa posibilidad lo exasperará. Si usted es recién suburense, un barcelonés venido a menos o algo parecido, esa posibilidad le hará fruncir el ceño, pero, en el fondo, le será indiferente. Cierro el paréntesis.

Estos magníficos gigantes de los que hablo son cristianos, permítaseme la cursiva, y se utiliza este adjetivo desde que a un grupo de indígenas se le pasó por la cabeza sacar en procesión a otra pareja de gigantes. Para marcar diferencias con los primeros, serían moros, dicho sin ánimo de ofender, pues así se les conoce. (La variedad de catalán suburense pronuncia morus, no moros, con una u fugitiva y una o despectiva.)

Hoy son aplaudidos con simpatía, pero hubo un tiempo, especialmente al inicio, en que su presencia era vista con enojo, escepticismo o desconfianza. El armazón de los moros era más ligero que el de los cristianos, pero su centro de gravedad era más alto. La gente veía bailar a los gigantes moros con la idea de verlos besar el suelo, pues no eran pocas las veces que se desequilibraban y parecía que iban a caer. Pero los moros insistían, insistían, y no se rendían.

La colla dels gegants moros tuvo muchos problemas, pero los superó con ganas y esfuerzo. Quizá fueron aquéllos los mejores años de los geganters. Los moros, por ganarse el favor del público, no negaban un baile y los cristianos, por aquello del pundonor, querían demostrar que ellos seguían siendo los mejores.

Una noche, cuando todos creían que se había acabado la fiesta, se quedaron unos y otros bailando delante del Ayuntamiento, hasta que se les partió el alma. Cuando los grallers se rindieron, bailaron los gigantes siguiendo el coro del público. Bailaron las dos parejas, juntas y por separado, y acabaron bailando un gigante de una colla con la giganta de la otra colla. Fue una noche mágica, que inauguró el bis de la noche del 24 de agosto. A partir de ese día, ya nadie discutió la pertinencia o impertinencia de una pareja de moros en la procesión. Alguno apunta a la intercesión de San Bartolomé, flautista.

Ojalá fuera todo tan fácil en la vida real. O tan bonito.

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