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Reforma castellera imprescindible



Hoy celebran en Tarraco Arena, la vigésimo cuarta edición del concurso de castells de Tarragona (24é Concurs de Castells de Tarragona). Imagino el evento: cantarán un himno patriótico, agitarán banderas y dejarán a un lado la política cuando las chirimías inicien su concierto y comience la competición. Es como el fútbol, donde las chirimías serán el pito del árbitro, y no piensen mal.

Dicen que competirán 12 colles o agrupaciones de baile, que intentarán superar a las demás elevando las torres humanas más altas, más complicadas y más espectaculares. Los entendidos aseguran que esta reunión es algo así como el campeonato mundial de castellers y se frotan las manos por ver qué pasa y quién se lleva el premio. También hay voces disidentes: los Minyons de Terrassa no participan porque aseguran que la competición no es propia del espíritu de este baile.

El lugar es un símbolo de la Cataluña construida (a la vez de descuartizada) durante los años de estupidez y mal gobierno que han precedido a esta época de más estupidez y peor gobierno. Tarraco Arena es una plaza de toros que ha costado más dinero que pesa y se inauguró justo cuando quedaron prohibidos los toros (que nadie iba a ver, sea dicho). Allá quedaron enterrados centenares de millones de euros que hubiera servido mucho mejor a los tarraconenses gastados de otra manera más prudente. Fíjense: este concurso casteller es el único acontecimiento que se celebra regularmente en la plaza de toros, y es una vez cada dos años.

Poco importa. En Tarragona y alrededores, los castellers son una religión. Por eso, con este apunte corro el riesgo de tragarme los dientes, y enseguida verán por qué.

Nunca me quitaré de la cabeza la imagen de un niño al que llevaron en brazos a una ambulancia después de caer de un castell. Lágrimas, gritos y lamentos. Se había partido la columna, dijeron en la plaza. Yo era un niño pequeñito, muy pequeñito, al que llevaron a ver castellers para que pasara un buen rato y ya ven ustedes cómo acabó todo. Ya no me gustaban entonces (tanta gente, tanto calor, el chirrido de las chirimías, un agobio tremendo y total, para qué) y menos me gustaron después.

Desde entonces, no los soporto. Me dan grima. Me escandaliza, además, que permitan que un niño se juegue el tipo de manera tan evidente, y que nadie se queje. Pero, ah, ahora llevan casco... y la mayor parte de las lesiones por traumatismo de los niños no son en la cabeza, sino en la columna vertebral o las extremidades.

Yo, de gobernar, no prohibiría los castells, pero sí que prohibiría la participación de menores de edad. Es una cuestión de principios. Si alguien quiere partirse la crisma, que se la parta, pero que no meta a los niños por medio. El resultado serían construcciones humanas de mucho más mérito y moralmente aceptables.

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