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Cónclave


Los príncipes de la Iglesia, electores del monarca.

Sin entrar a trapo en la Santa Madre Iglesia como institución, etcétera, el Vaticano es uno de los pocos ejemplos, si no el único, de monarquías electivas todavía vigentes. El Trono de San Pedro, en efecto, es para un César que eligen los nobles, que son, en este caso, los príncipes (o principales) de la Iglesia, los cardenales. El rey así escogido tendrá poder absoluto sobre los asuntos de Estado.

Este sistema político estaba extendido por Europa durante la Edad Media y sobrevivió a duras penas a la Edad Moderna. El reino de Polonia fue una monarquía electa hasta que Polonia fue devorada por sus vecinos y por las rencillas entre los partidos de nobles polacos.

Los Estados Papales no tuvieron mejor suerte. La escabechina entre las nobles familias italianas para hacerse con el papado durante el Renacimiento es legendaria. Recuerden a los Borgia, Borghese, Farnese, Medici... y con qué gusto y ganas se apuñalaban, envenenaban, traicionaban, extorsionaban y sobornaban entre sí por sentar a uno de los suyos en el Trono de San Pedro. ¡Qué bellos tiempos aquéllos!

Los Estados Papales fueron invadidos durante la Unificación de Italia, no sin presentar batalla, y desaparecieron engullidos por una monarquía convencional, con un parlamento liberal adosado. Mussolini, primer ministro de la Italia fascista, llegó a un acuerdo con la Iglesia y se creó el Estado Vaticano. El Obispo de Roma volvió a ser César, un César absoluto que no deja lugar ni a la democracia ni a la libre asociación. La República Italiana respetó el acuerdo, porque de haber invadido el Vaticano para recuperarlo y devolver los derechos civiles a sus ciudadanos, se habría organizado la de Dios es Cristo, y perdonen ustedes. Lo dejaron como está y ya está bien, se dice.

Pero el Estado de Roma no siempre fue una monarquía absoluta. Se fue absolutizando, si existe tal gerundio.

En el caso de la Santa Madre Iglesia, cuando no pensaban en los asuntos del César, sino en los de Dios, los fieles escogían a sus pastores, y éstos, a otros, etcétera. Se daba el caso que el pueblo de Roma escogía a su propio obispo, y éste, el Obispo de Roma, era el papa, el heredero de Pedro, un obispo que destacaba por encima de los demás, pero que no tenía la autoridad que tiene ahora, ni mucho menos. No podía dictar dogmas de fe, no era infalible, era uno más del montón.

El pueblo de Roma perdió el derecho a elegir papa en el siglo VIII, aunque lo recuperó parcialmente en el siglo IX, cuando se permitió que fueran electores los nobles de la ciudad, no el común. En el siglo XI se decidió que los únicos electores fueran los cardenales, aunque el papa elegido sólo sería papa si los clérigos y el pueblo de Roma le daban el visto bueno. En el siglo XII, se prescindió del beneplácito del común y sólo los cardenales serían electores. Se había perdido la fe en la democracia, ya no valía lo de uox populi, uox Dei.

Las monarquías electas tienen un defecto: cualquiera que tenga poder querrá influir en la elección del nuevo rey, por todos los medios a su alcance y en beneficio propio. Se forman bandos, que se enfrentan ferozmente, y algunas elecciones se prolongan peligrosamente. Sucedió en Polonia, ha sucedido en la Iglesia. Tan peligrosamente que la Sede Vacante provoca sublevaciones, y los electores se ven forzados a llegar a un acuerdo rápidamente o apañárselas con una revolución.

Eso sucedió en Perugia y en Roma, en 1216 y 1241. El pueblo sitió a los electores y dejó las cosas claras: o escogían rapidito un papa o no salía nadie de ahí (con vida). El caso llegó al extremo cuando se eligió a Gregorio X.

A la muerte de Clemente IV, la Sede Vacante de la Santa Madre Iglesia se alargó tres años. Hasta aquí hemos llegado, clamó el pueblo, que sorprendió a los cardenales reunidos todos en el palacio episcopal. Los guardias se dieron a la fuga (o fueron convenientemente degollados) y los cardenales fueron encerraron bajo llave (cum clauis) en el palacio. Los sitiaron y los tuvieron a pan y agua. De ahí no salís sin papa, dijeron. En situación tan precaria, tan pronto se llenaron las letrinas y se vació la despensa, los cardenales pronto llegaron a un acuerdo y escogieron al papa Gregorio.

Habemus Papam, clamaron, y luego pidieron de comer, algo de vino y ropa limpia. Fue el primer cónclave, que el recién escogido papa Gregorio formalizó después, pues él mismo había visto qué rápido se negocia bajo presión.

Los bomberos de Roma, instalando la famosa chimenea de la capilla Sixtina.

Hoy, las condiciones son más amables y los cardenales no se envenenan ni se apuñalan por un papado. Tampoco sufren privaciones durante el cónclave. Ahora, se buscan unos a otros por internet. En los asuntos del César, se han perdido las formas.

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