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Viaje al fin de la noche



Alguien dijo que, si quieres disfrutar de un libro, mejor será que no conozcas al autor. Se dice que los autores, en persona, suelen provocar el rechazo de los lectores; los creían más altos, más guapos, más inteligentes (sí, más inteligentes)... Uno se hace a la idea de cómo será ese autor que tanto le gusta y resulta que es una persona que no tiene nada que ver con esa idea. Pero también hay quien insiste en conocer al autor, porque sin ese conocimiento será imposible comprender del todo su obra. En fin, es éste un debate largo y que daría para mucho, pero que afecta inevitablemente al Viaje al fin de la noche, porque lo escribió Louis-Ferdinand Céline.

Cuando supe de Céline, llegaron a mis oídos dos noticias que me pusieron en un brete. Por un lado, me dijeron gentes de fiar que su Viaje al fin de la noche era un libro de lectura obligatoria; es decir, un gran libro, un libro que vale la pena leer y que deja poso en el lector; es, además, una de las obras más influyentes en la literatura del siglo XX. Vale, bien, habrá que considerarla. Por el otro, gentes igualmente fiables me dijeron que Céline era de todo menos guapo, y a su biografía me remito. En ella, asoma un tipo que milita en el antisemitismo francés (que es un antisemitismo feroz), colabora con los nazis y declarado desgracia nacional (sic) en Francia. Era un personaje poco aconsejable, vamos a decirlo así, y la polémica va allá donde van sus libros.

Finalmente, me planté en mi librería de guardia y encargué un ejemplar de Viaje al fin de la noche. En este caso, la edición de bolsillo publicada por Edhasa, traducida por Carlos Manzano. Quería juzgar por mí mismo.

¿Qué les voy a contar de esta novela? Vamos a ver... Todo comienza cuando Ferdinand Bardamu, el protagonista, se enrola en el ejército de la manera más estúpida posible y se encuentra, de repente y como quien dice, en medio de la Primera Guerra Mundial. Logra librarse de la milicia gracias a una herida, una condecoración y el acierto de hacerse pasar por loco. Luego pasa una temporada en las colonias, en África. Luego emigra a los EE.UU. Regresará a Francia, se licenciará como médico, abrirá una consulta en un barrio marginal y acabará trabajando en un espectáculo de variadades y en un manicomio, y me dejo muchas peripecias por el camino. Cuentan (y parece que es verdad) que Viaje al fin de la noche tiene mucho de autobiográfico y que Céline se inspiró en él mismo, sus amantes y sus aventuras y que descargó en la obra todo lo que llevaba dentro.

En cierto modo, el argumento no es el protagonista de la obra, sino el lenguaje y el crudo, cínico, amargo, bestial, retrato que hace de los personajes y situaciones descritas, de la sociedad en la que viven, del absurdo y desesperanzado rumbo de sus vidas. Es brutal. Para ello, Céline emplea un registro vulgar, descarnado, que, como él mismo diría, no está para hostias; oral, cotidiano, que parece (sólo parece) ajeno a lo que consideraríamos literario; no tiene reparos en mostrarse obsceno, en tirar de palabrotas, en plantear temas y situaciones desagradables, incómodas...

A pesar de esta manera de escribir, que parece (sólo parece) improvisada, frenética y apasionada, tan desprovista de adornos, es capaz de alcanzar momentos de un lirismo y una poesía que, al menos a mí, me han conmocionado. También, de despertar emociones que hacía tiempo que no me despertaba una novela. Cuando un sargento en África le habla de su hija, en Francia; cuando una de sus pacientes se desangra después de un aborto y las gotas de sangre caen sobre el enlosado, ploc, ploc...; cuando se enfrenta a la guerra, al calor tropical, a América... En fin, que eso no lo escribe cualquiera, de verdad que no. Hay que ser muy, muy bueno para escribir así, mucho.

El retrato que hace de la sociedad de su tiempo (de todos los tiempos, en verdad), y de las personas en general, es atroz y desesperante. También certero y revelador. No es menos significativa la distancia que el autor (el protagonista) deja entre él y el mundo, para poder contemplarlo fría y cínicamente, para retratarse a sí mismo también perdido sin remedio entre frustraciones y miserias. Céline afirmó alguna vez que era un lírico cómico, y es cierto que este descarnado retrato se hace desde el humor y la poesía, y no es por ello menos bestia... y no es por ello menos bello.

En cualquier caso, después de haber leído y apenas digerido esta obra, no puedo sino aplaudir. No sé qué más decir. Y sí, Céline era, en persona, un tipo poco recomendable, incluso despreciable. Pero Viaje al fin de la noche es, en cambio, una grandísima obra.

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