En Occidente, las democracias liberales están bajo la amenaza del éxito de populismos autoritarios, que buscan, y a veces alcanzan, el poder mediante los recursos que ofrecen los derechos civiles, con la intención, implícita y a veces explícita, de modificarlos en provecho propio, no en beneficio de todos. Surgen en momentos de zozobra, suele decirse, pero no a causa de la zozobra, digo yo. Su esencia es cultural. Quiero decir que dicen en voz alta algo que mucha gente guarda dentro de sí. En eso radica su éxito. Durante años, en las encuestas demoscópicas, un porcentaje significativo de la población desconfía de la política, cree que la democracia no es la mejor opción o un grupo significativo de la población se cree diferente y, por eso mismo, con más derechos que los demás. Eso está ahí, latente.
Por lo general, estos movimientos argumentan con falacias, mentiras, burdas simplificaciones y hacen mucho ruido. Se venden, sí, como movimientos, dicen estar más allá de la izquierda o la derecha, dicen representar la voluntad popular y se erigen como los únicos representantes del pueblo, que también será único o, como solía decirse antes, uno, grande y libre. Recogen miles, millones de votos, arrastrados por el sentimiento, no por la razón. ¿Se engaña al público? Yo diría que el público quiere ser engañado, se agarra a una creencia porque, otra vez lo digo, la comparte.
Aunque se comparan a veces con el fascismo, estos movimientos no son exactamente fascistas, pero comparten gran parte de sus fundamentos ideológicos y sus prácticas políticas o propagandísticas. Ambos movimientos parten de la sublimación de una identidad cultural construida a medida, que propicia el sentimiento de pertenencia a un grupo. Eso se manifiesta de muchas maneras. Por ejemplo, mediante actos propagandísticos o lúdicos que muestran la uniformidad de criterio del pueblo; de lo que este movimiento considera pueblo, porque no todos los ciudadanos de pleno derecho son pueblo, sino sólo aquéllos que comulgan con su credo.
Como en los fascismos y compañía, este populismo autoritario fomenta un sentimiento de supremacía del nosotros frente a los otros. Es cierto que lo crea, lo construye y lo argumenta, pero ese sentimiento ya estaba ahí, entre la población, y de ahí que tenga éxito. Si no existiera este nosotros tan particular, cultural en esencia, no podría enraizarse entre la población.
En estos movimientos se argumenta el sentir frente al razonar, la identidad (colectiva) frente a la crítica razonada o la voluntad del pueblo por encima de las leyes, porque lo que nosotros queremos es lo que quieren todos. No existe el respeto por la minoría y la discrepancia, que es la base de la democracia liberal y la sociedad abierta. Y esto es así porque los seguidores del movimiento se sienten superiores, poseedores de la verdad, y cuando un movimiento político articula este sentimiento y lo convierte en programa político, levanta el velo que ocultaba esta característica cultural latente. No hay más.
En esencia, a veces oculto a primera vista, a veces de forma evidente, estos movimientos son profunda y específicamente enemigos de la ilustración, el liberalismo (en su concepto clásico) y el cosmopolitismo. Es decir, fomentan sociedades (en)cerradas en sí mismas, uniformes, conservadoras. Allá donde estos movimientos tienen éxito o se manifiestan de forma visible, se comprueba una y otra vez que su votante está muy influenciado por un entorno rural o religioso que marca carácter, o procede de una clase media que se creía fuerte, segura (y superior), y se ha visto empobrecida y enfrentada con una realidad desagradable, que busca culpables y soluciones mágicas y las encuentra en las ideas preconcebidas que esos movimientos sacan a la luz. Por eso es importante el detonante de la crisis, pero esos votantes de una (falsa) clase media que no se resigna a no serlo tenían latente (a veces evidente) el sentimiento de superioridad y pertenencia a un pueblo elegido, que ya se manifestaba en el sentido de su voto (conservador y de derechas, en su mayor parte).
Muchos de estos movimientos populistas con rasgos autoritarios proceden, precisamente, de la derecha. Pero no toda la derecha es así, no, ni mucho menos. Existe una derecha que defiende la sociedad abierta y su manifestación política como democracia liberal; se puede ser conservador y liberal en lo económico sin caer en esta trampa. Pero algunos han optado por abanderar estos movimientos porque el neoliberalismo económico que defienden y las medidas autoritarias que desean imponer se aplican sin crítica alguna de sus seguidores si vienen envueltas de banderas y consignas populistas.
Sobran los ejemplos. En los EE.UU. tenemos a Donald Trump de presidente. El caso del Brexit en el Reino Unido es casi de libro. Austria, Suiza, Francia, Alemania, Italia... nos proporcionan más ejemplos. En España, la derecha, o parte de ella, se ha visto tentada varias veces por esta manera de proceder, y está tonteando con ella, porque les parece que atrae votos. Más se inclina esta derecha a caer en la tentación, más asoman las ganas de imitarla desde la izquierda. ¡Mal asunto!
Parecía que España se libraba de estos movimientos de la extrema derecha populista, identitaria y antieuropea (ergo, anticosmopolita) que surge con tanta fuerza en Europa, pero no. Ha sido en Cataluña donde se han manifestado con fuerza. Nosotros, que tanto presumíamos de ser europeos (en un alarde de supremacismo-soft, como si el resto de españoles no lo fueran), lo somos en el peor de los sentidos. Se ha instalado entre nosotros un movimiento populista-nacional catalán y eso da alas a los movimientos populistas contrarios, que todavía son minoritarios, pero que, si esto sigue así, crecerán y lo enrarecerán todo todavía más.
El catalán es un movimiento autoritario (léase la Ley de Transitoriedad Jurídica, felizmente declarada inconstitucional, que eliminaba la independencia jurídica o la libertad de prensa), supremacista-nacionalista (si se me permite la redundancia), ferozmente neoliberal (ni ERC ni la CUP, en la práctica, se han opuesto a los recortes sociales ni a las políticas de liberalización y privatización, más salvajes aquí que en el resto de España), muy carca en lo ideológico (nacional-católicismo, pseudocarlismo, tradicionalismo), anclado en la propaganda y sin más programa que la propaganda misma... Y por encima de todo, cursi y sentimental, muy cursi y muy sentimental, y de ahí la sublimación del papel de víctima en manos de los otros, los que no son nosotros. El menor defecto de los otros es considerado sumamente horrible; la horrenda falta de uno de los nuestros no será más que un pecadillo sin importancia; compárese el juicio sobre la corrupción aquí o allá para verificarlo. También es un movimiento que considera (literalmente) que cosmopolita es un insulto, equidistante (por ecuánime, que critica a todos por igual) otro y que ya comienza a alumbrar un sentimiento antieuropeo en sus declaraciones.
En resumen, esto no sale de la nada y la Crisis pudo ser el catalizador del movimiento, pero no la causa, que estaba ahí, latente, esperando una oportunidad. Quiero decir que la falta evidente de una cultura comúnmente aceptada que sostenga la idea de una sociedad abierta y garante de derechos y libertades, racional, crítica, libre de identidades colectivas sentimentales, cosmopolita, etcétera, es la verdadera causa de todo este follón. Tendremos que apechugar con ello, y ponerle remedio con paciencia, tesón y educación. Sólo así los modernos podremos dejar atrás a los antiguos, y en eso estamos.