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Montmartre, la ragusada, el bistró y los bohemios



Antes de la bohemia de finales del siglo XIX y especialmente de principios del siglo XX, Montmartre era una colina tocando a París desde la que se tenía una buena vista sobre la ciudad. No es de extrañar que en ella se instalasen numerosos molinos de viento (uno de ellos, pintado de rojo, sería el origen del nombre del célebre Moulin-Rouge). 

Tampoco es de extrañar que, cuando las tropas de la Sexta Coalición se aproximaban peligrosamente a París, en 1814, la posesión de Montmartre fuera de la mayor importancia. Ahí se asentó Marmont con seis mil hombres (entre ellos, milicias locales y tropas de la Guardia Imperial), ahí José Bonaparte (el hermano de Napoleón) instaló sus cuarteles. Tenían que resistir apenas un día o dos hasta que el Emperador llegase a marchas forzadas y se produjera otro de esos milagros de la fulgurante campaña de 1814. 

Pero el mariscal Marmont, duque de Ragusa (Dubrovnik), tenía otros planes. Negoció la rendición con los rusos, abandonó la colina con sus tropas y se dejó rodear por los cosacos. Más pronto que tarde se instalaron los unicornios (los cañones rusos de diez libras) en la colina y dos días después Napoleón firmaba su abdicación, abandonado por todos. 

Aunque la traición de los mariscales fue generalizada, que Marmont fuera el primero en abandonar al Emperador le marcó durante toda su vida. Se lo echaron en cara más de una y dos veces, incluso los reyes que siguieron a Bonaparte. Murió en el exilio, aburrido, pero nos dejó unas Memorias que son de lectura obligatoria para cualquier bonapartista que se precie (que, en gran parte, escribió para justificar sus actos e intentar demostrar que él, de traidor, nada). 

Bistró! Bistró!

En francés quedó un nuevo palabro, ragusade, equivalente a una abyecta y vil traición. La palabra bistró también nació en Montmartre, y era de origen ruso. Cuentan que era lo que decían los soldados rusos a la hora de pedir que les dieran de comer. Bistró! Bistró! sería, me cuentan, el equivalente a ¡Rápido! ¡Rápido! (Que tenemos hambre).




Montmartre es (más) famosa por otras razones. Una de ellas, la Basílica del Sacre-Coeur, que levantaron los católicos franceses gracias a las colectas y que tenía por intención (no se lo pierdan) expiar los pecados cometidos durante la Comuna de París. (Nota: la Sagrada Familia también es un templo expiatorio). Se terminó y consagró en 1912. Es un templo que se ha convertido en un icono de la ciudad (como el Tibidabo en Barcelona, poco más o menos, hasta tiene funicular), pero que responde a un catolicismo muy conservador, muy francés, muy kitsch en su expresión plástica, cursi y carca. Otros templos son mucho más sobrios, dignos o interesantes, a mi entender, pero no me hagan mucho caso, que ésta ha sido una opinión personal.


Pero lo que ha dado fama a Montmartre es la bohemia que se instaló ahí, los cabarets que se abrieron en la falda de la colina (Le Chat Noir, Le Moulin Rouge, etc.) y los pintores que hicieron de Montmartre algo parecido a un hogar. Cuando, al final de la Gran Guerra, desembarcaron en París los turistas norteamericanos, descubrieron que París era una fiesta y forjaron la leyenda, o la volvieron a forjar, hasta la llevaron al cine, si nos ponemos. Las borracheras de Hemingway y Scott-Fitzgerald marcaron huella en muchas generaciones venideras.


Hoy el barrio es una especie de Disneylandia, llena de tiendas de souvenirs y toda clase de cafés y atracciones para los turistas que, un tanto despistados, buscan el rastro de esa bohemia que ya no existe. Aunque... Bueno, algún rincón queda y las vistas sobre la ciudad tienen su encanto.

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