Guau, guau, mein Führer

Jan Bondeson es un reumatólogo sueco que ejerce como profesor asociado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Cardiff. Su afición a escribir sobre curiosidades médicas le ha proporcionado una relativa fama. Ha publicado libros sobre sucesos grotescos, increíbles, incluso macabros, sobre las sirenas disecadas que se guardaban (y guardan) en algunos museos, sobre el niño de dos cabezas, sobre asesinos en serie, sobre el miedo a ser enterrados en vida, sobre... En fin, ya ven cómo las gasta el señor Bondeson.

Su última publicación (Amazing Dogs: A Cabinet of Canine Curiosities) va sobre perros. Relata historias curiosas y sorprendentes, pero el capítulo que más ha llamado la atención es el que relata el proyecto Wooffan SS, que se llevó a cabo en la Tier-Sprechschule (Escuela de Lenguaje Animal) de Leutenberg, al noroeste de Hannover.

Ustedes hubieran apostado por los británicos, pero la primera legislación moderna sobre los derechos de los animales es de la Alemania nazi. Hitler el primero, muchos nacionalsocialistas creían que los perros eran casi o tan inteligentes como los humanos. Los científicos de las SS afirmaban que sólo algunas limitaciones físicas impedían a los perros hablar de tú a tú con el ser humano (ario, evidentemente). La ideología que acunó las leyes nazis sobre protección de animales se originó en los años veinte, cuando surgió un movimiento llamado de los nuevos psicólogos animalistas, que pronto se mezcló con el esoterismo pre-nazi. El buen nacionalsocialista, decían los manuales del partido, el buen alemán, tiene que ser un amante de los animales y la naturaleza. Por eso los nazis también fomentaron el nudismo y el amor libre en las Hitlerjugend, ¿no lo sabían?

Tan pronto como pudieron, las SS comenzaron a investigar sobre la posibilidad de comunicarse con los perros. Tenían sus razones. En primer lugar, creían que los perros serían fieles y fanáticos compañeros del guerrero ario, soldados de cuatro patas. En segundo lugar, las tareas de vigilancia de los campos de concentración exigían cada vez más recursos y las SS echaron el ojo a los perros guardianes.

Así se creó la Tier-Sprechschule de Leutenberg.

Mientras tanto, las SS comenzaron a internar a los judíos en guetos y campos de concentración. Los judíos, naturalmente, no podían llevar a sus mascotas consigo. Bondeson señala que la sección de Cartas al Director de los periódicos alemanes recibía aludes de quejas de buenos alemanes al respecto. Pero esos buenos alemanes no protestaban por la desaparición de los judíos, no, sino por el abandono, innecesariamente cruel, de los animales que dejaban atrás, y solicitaban que el gobierno tomara alguna medida para evitar el sufrimiento de esos pobres animales. Así, como les cuento.

¿Cómo les iba a las SS con los perros? Pues, de aquella manera. Los agentes de las SS recorrieron toda Alemania buscando perros listos. Querían que los perros hablaran, leyeran y escribieran, y cualquier perrito de circo iba directo a la Tier-Sprechschule para que demostrara sus habilidades. Un terrier llamado Rolf decían que era capaz de hablar poniendo su patita sobre un alfabeto. Las SS afirmaban que Rolf podía discutir sobre religión, aprender idiomas, escribir poesía y echarles un piropo a las mujeres. Don, un pointer, era otra cosa. Dicen que aprendió a imitar la voz humana y que tan pronto exclamaba ¡Hambre! ¡Quiero galleta! como, preguntado por Hitler, respondía Mein Führer! y alzaba la pata.

Confundir un ladrido con una frase no es algo de lo que me enorgullecería, de utilizar la lengua de Goethe. Pero, en fin, las SS siguieron gastando recursos en tonterías y gracias a Dios, perdieron la guerra.

El perro más famoso de la Alemania nazi fue Blondi, el perro de Adolf Hitler, un pastor alemán de pura raza (un germanischer Urhund, faltaría más). Martin Bormann (un jefazo nazi) regaló Blondi a Hitler en 1941, y a partir de entonces, Adolf y Blondi fueron inseparables. Caminaba a su lado, comía de su mano... Cuentan que Eva Braun sentía celos de Blondi (el único ser vivo que podía dormir en la misma habitación que el Führer) y que, así que podía, le daba patadas por debajo de la mesa.

En 1942, Hitler compró a un funcionario de correos de Ingolstadt una perra (también pastora alemana de pura raza) llamada Bella, para que Blondi no se sintiera tan solo y echara de vez en cuando una canita al aire.

A qué estado de locura había llegado el círculo íntimo de Hitler que en abril de 1945, con los rusos en la puerta de casa y la guerra perdida, todos andaban preocupadísimos por los cachorros que había engendrado Blondi con otra perra aria llamada Harras, la mascota de una secretaria del Führer. Eran cinco, los perritos. Hitler bautizó al primero como Wolf, y comenzó a entrenarlo. Eva, mientras tanto, escribía a su hermana Gretl y le enviaba fotos de Blondi y los cachorros. Uno será tuyo, decía.

Días después, el cuñado de Eva Braun había sido asesinado por orden de Hitler.

Antes de suicidarse el 30 de abril, Hitler pidió a su doctor que probara con Blondi las pastillas que le habían recetado para matarse. Creía que el doctor quería engañarle, pero también quería que Blondi no cayera en manos del enemigo. Blondi murió envenenado y Hitler, que seguía sin fiarse de las pastillas, se pegó un tiro. Sus cachorros también fueron sacrificados a balazos por el sargento Fritz Tornow, el cuidador de los perros de Hitler, que también se cargó a los dos terrier de Eva Braun y finalmente, a su propio sabueso, al que no mató a balazos, sino inyectándole veneno.

Cuentan que la muerte de Blondi produjo más lágrimas que la muerte de Eva Braun o la del mismísimo Hitler. También se sabe que tan pronto llegaron los rusos, desenterraron el cadáver de Blondi, lo examinaron y fotografiaron. El expediente de Blondi todavía permanece secreto.

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