¿Dónde se sienta Popov?


Queridos lectores:

¡Otro artículo para Metrópoli Abierta! Esta vez, sobre la dificultad de adivinar por dónde nos van a salir algunos, y alguna consecuencia que de ello se deriva. Se titula ¿Dónde se sienta Popov?

Si les gusta, bien. Si no, que al menos les dé en qué pensar.

Cuando pillaron a Bonaparte con los pantalones bajados


Vuelvo a un asunto que ha merecido algunas entradas en mi blog: la historia de la Guardia Imperial, la de Napoleón. Corre una historia sobre sus orígenes que merece ser conocida, y que narró el mismo Emperador en Santa Helena o cuando estaba por contar anécdotas. Luego, los estudiosos nos dirán que Napoleón mintió a medias, pero lo mejor será que les cuente la historia.

El general Bonaparte en la primera campaña de Italia.

El general Bonaparte adquirió fama y prestancia durante la Guerra de la Primera Coalición (1792-1797). Su campaña en Italia es merecedora de elogios por los entendidos de la historia militar y se considera muy brillante. Pero tuvo sus momentos, sus más y sus menos.

La batalla de Borghetto se resolvió sin tanta finesse como otras. Bonaparte consiguió cruzar el río Mincio y adentrarse en el Véneto. Digamos que tuvo suerte, porque el alto mando austríaco era un poco inútil, en aquel entonces, y contribuyó decisivamente a sembrar el desorden entre sus propias filas. Por suerte para los austríacos, su caballería ligera (especialmente los húsares y los ulanos) todavía sostenía el tipo y frenó el avance de los franceses en las afueras de Valeggio.

En esa fase de la batalla, con el grueso del ejército austríaco en retirada, Bonaparte cedió a un creciente malestar que venía castigándole todo el día. Como la batalla parecía ya resuelta, se retiró a sus cuarteles y mandó que le prepararan un baño de pies, con agua bien calentita. El general se quitó la faja, el cinto, el tahalí, la casaca, las botas, los calzones, las medias... En mangas de camisa, se sentó a tomar ese beatífico baño.

Esto sucedía en una villa campestre, en la orilla izquierda del Mincio. En éstas, apareció un piquete de ulanos austríacos (otras fuentes aseguran que fueron húsares). El general-mayor príncipe Friedrich Franz Xavier de Hohenzollern-Hechingen, un veterano militar austríaco, había conseguido reunir de nuevo y contraatacar con algunos escuadrones de caballería ligera y éstos llegaron hasta la dicha villa. Cuando el centinela los vio, tuvo la sabia reacción de echarse sobre la puerta de la villa, cerrarla de un portazo y gritar como un poseso: Sauve qui peut! (¡Sálvese quien pueda!)

Mientras al otro lado del portón se oían golpes e insultos en alemán, el general Bonaparte dejaba atrás la palangana con agua calentita y toda su ropa para saltar por la ventana, correr hacia el primer caballo que pilló y salir de ahí a galope tendido. Es, probablemente, la vez que más cerca estuvo nunca de ser capturado por el enemigo. Así huyó el general Bonaparte, con el culo al aire y en mangas de camisa, y se reía al contarlo, el muy guasón.

Así eran los primeros uniformes de la Compañía de Guías.

Aseguraba Napoleón en su Memorial de Santa Helena (escrito por Las Cases) y en algunas cartas y conversaciones privadas que ahí se le ocurrió la idea de crear la Compañía de Guías, una escolta de cincuenta jinetes que sería su escolta y guardia personal. Puso al mando de la compañía al capitán Bessières y parece que la primera mención oficial a dicha compañía es la de un despacho de Bonaparte del 13 Prairial del Año IV (el 1 de junio de 1796) que pedía a los guías que marcharan a Milán para equiparse. 

Lo cierto es que los guías ya existían antes de este incidente, pero andaban dispersos por ahí; unos con un general, otros con otro, unos en un regimiento o en el vecino... Era algo bastante informal. El valiente que aguantó empujando la puerta contra los ulanos sería, con toda seguridad, uno de esos guías. Bonaparte no hizo más que reunirlos a todos y poner orden, darles un estatuto oficial y distinguido y sembrar la semilla del que sería el famoso Regimientos de Cazadores a Caballo de la Guardia Imperial. Sus miembros, en recuerdo de sus primeros días, siempre serían llamados coloquialmente guías (guides).

La muerte visita al dentista



Hacía muchos años que no acariciaba las cubiertas de una novela de Agatha Christie. Recuerdo esos veranos en Sitges llenos de lecturas casi compulsivas, en los que leía todas las novelas de Agatha Christie que caían en mis manos, ya fueran las que estaban en mi casa, ya fueran las que me prestaba mi tía, que también las leía con la misma fruición. Eran esos ejemplares baratos, impresos en papel amarillento, gastados por el uso. Algunos de esos ejemplares (hoy lamentablemente perdidos) ¿cuántas veces los había leído?

Qué bien me lo pasé leyendo estas cosas. 
Y qué cubiertas. Fascinantes.

Curiosamente, era un tanto sibarita. Yo era seguidor de las aventuras de Hércules (así escrito) Poirot, el detective belga con cabeza de huevo (sic). Me preguntaba cómo sería su bigote mientras resolvía un enrevesado crimen gracias a sus células grises. Estaba fascinado.



Tres actores interpretando a Poirot en su viaje en el Orient Express.
Comenzando por lo alto, Albert Finney, Kenneth Branagh y Peter Ustinov.

También vi por aquel entonces Muerte en el Nilo, protagonizada por Peter Ustinov en el papel de Poirot. Como Ustinov es un actorazo y no me había leído esta novela en particular (cosa que luego hice), disfruté como un camello, nada más propio. Sé que la película es un desfile de viejas glorias, como El asesinato en el Orient Express, donde también lucen los que, a mi entender, han sido los mejores interpretes de Poirot: Ustinov (ya mencionado) y Albert Finney (un Poirot genial). El Poirot de Kenneth Branagh en la misma tesitura también me gustó, aunque supongo que a muchos les contrarió un Poirot tan... tan movido, vamos a decirlo así. Pero en cuestión de gustos no hay nada escrito.

Si Jeremy Brett se ganó el derecho a ser Sherlock Holmes, David Suchet lo ganó para ser Hércules Poirot. Ambos, con creces.

También coincidirán conmigo en aplaudir a David Suchet, que hizo de Poirot en televisión, en una de esas magníficas series de la BBC. Lo bordó. Es hoy, para muchos, el mismísimo Poirot. 

Sin embargo, leyendo a Agatha Christie uno descubre que todos estos Poirots son válidos, o ninguno. Hay espacio para la interpretación y la caracterización. La imaginación del lector podría construir otro Poirot, fidelísimo al protagonista de las novelas y todavía inédito en la gran o pequeña pantalla.

Sé que me dirán que el género policíaco, tal y como lo escribía la señora Christie, está pasado de moda (lo dudo) y que hay cosas de más enjundia que llevarse para leer, pero sepan que éste ha sido un regreso a una vieja costumbre, el avivar un buen recuerdo. Además, la señora Christie domina el relato con trucos y trampas de gato viejo que un lector avezado sabe apreciar, y que un escritor tendría que saber identificar. 

En esta novela en concreto, como dice el título, van y asesinan al dentista del señor Poirot que, naturalmente, toma cartas en el asunto. Y no diré más.

Llega el rey cuando quiere



La primera vez que leí Vidas minúsculas, la novela que puso al descubierto el genio literario de Pierre Michon, tuve que interrumpir la lectura pasadas unas páginas. Comencé a leer dos o tres veces más, hasta que al cuarto o quinto intento conseguí adaptarme al ritmo y la intensidad de la escritura de Michon. Leo a veces demasiado rápido, ávido, y la lectura de Michon requería discreción y deleite, una inexorable e intensa lentitud. Había descubierto una escritura fascinante y el esfuerzo de detenerme y volver a comenzar una, dos y hasta tres veces mereció la pena. 

Desde entonces, tengo a Pierre Michon en los altares literarios y de ahí no me lo moverán.

Cuando la pequeña editorial WunderKammer publicó Llega el rey cuando quiere (Conversaciones sobre literatura), una serie de entrevistas sobre las cosas del leer y el escribir que se publicaron en revistas literarias francesas. En ellas, preguntan a Pierre Michon sobre esto y sobre aquello. A veces se deleitan con preguntas profundas y complicadas, de ésas en las que parece que quiera lucirse el preguntón, pero Michon responde sin inmutarse lo que él piensa. Es profundo, nadie nos pide que le demos la razón, pero es un deleite leer sus respuestas. 

¿Por qué un escritor escribe? ¿Y por qué escribe lo que escribe? Y eso que escribe, ¿hasta qué punto es una exhibición de uno mismo, un acto de vanidad, una locura, una tontería...? Mil escritores habrá y un millón de respuestas podrán darnos. Pero quien nos habla ha escrito lo que ha escrito y merece conocerse. Cierto que puede responder un tanto condicionado y de cara a la galería (las cosas en verdad son más simples, cuando no inexplicables), pero quien habla de libros, de literatura, de escritores, de personajes, es Pierre Michon.

Este libro es una pequeña joya para aficionados a la literatura.

Tierra y mundo


¡Otro artículo para Metrópoli Abierta! Espero que les guste, pero tampoco me molestaré si no les gusta. Mientras les haga pensar me daré por satisfecho. Se titula Tierra y mundo y señala una falta de educación institucional.

Los cazadores, de aurora


No se le escapa a nadie que los uniformes de la época napoleónica eran coloridos y espectaculares. Aunque cada nación tenía un color o combinación de colores predominante, la variedad es casi infinita, como lo es la variedad de los cortes y diseños de los uniformes, los sombreros o las armas. ¡Preguntad a un aficionado a los soldaditos de plomo! ¡A un historiador! 

Una antigua vitrina del Museo del Ejército, en los Inválidos, París.

Entre tantos uniformes, destacan los de la caballería ligera. Centrándonos en la Grande Armée de Napoleón, los uniformes de los húsares y los cazadores a caballo, porque eran los más coloridos. Quizá la parte más característica de estos uniformes sean los dormanes y las pellizas. 

Detalle de un par de raquettes para un oficial sobre unos alamares, en hilo dorado. 
Se trata de una obra de factura contemporánea.

Estas prendas, y algunos chalecos en el caso de los húsares, estaban decoradas con alamares, que son presillas y botones, u ojales sobrepuestos, cosidos a la orilla del vestido o capa, que sirve para abotonarse, pero también puede servir para gala y adorno (v. RAE). Los húsares y similares comenzaron con siete filas de botones (y alamares) y hacia el final del Imperio se impusieron algunas piezas del uniforme con nueve filas.

Los uniformes con alamares son llamados à la hussarde (al estilo de los húsares), porque eran estos soldados los que solían llevarlos más a menudo (aunque, atención, en campaña podían llevar levitas o cazadoras, que se abrochan con botones y sin alamares). Los cazadores a caballo de la Grande Armée no suelen llevar alamares en sus prendas, pero hay excepciones sobre todo entre algunos oficiales, los cornetas y los músicos. Los ayudantes de campo o la escolta de algunos mariscales también vestían con alamares. Los de Murat, por supuesto, pero también los de Berthier (véase la primera foto de este artículo).

Los cordones de los alamares suelen ser del mismo color y material que los demás cordones del uniforme y algunos adornos parejos (por ejemplo, las raquettes). Por regla general, en toda la caballería se emplean cordones blancos o amarillos; entre los oficiales, el blanco pasa a ser plateado y el amarillo, dorado. Suele ser también el color de algunos vivos y bordados del uniforme.

La excepción: el 3.º de Húsares.
Empleo esta acuarela porque así se aprecia mejor qué prendas y partes del uniforme quedaban afectadas por el color de los cordones. Luego ya entraríamos en los detalles y más excepciones, que no enumeraré aquí. 

Ésta es la norma en trece de los catorce regimientos de húsares y en los veintiún regimientos de cazadores a caballo a las órdenes de Napoleón. La excepción entre los húsares sería el 3.º de Húsares, un regimiento que vestía de color gris y que empleaba cordones y alamares rojos, que serían plateados entre los oficiales. 

Como el color de la artillería es el rojo, los cordones rojos se dan entre los artilleros, pero también en algunos regimientos de infantería y en algunos de caballería pesada. Pero en la caballería ligera, no, con la única excepción, ya digo, del 3.º de Húsares.

Aquí vemos a Napoleón en Jena, según un óleo de Vernet. 
Al fondo, a la izquierda, un cazador a caballo de la Guardia Imperial con el mosquete a punto, señal de que pertenecía al pelotón de escolta.
A la derecha, cargando con una pesada cartera llena de planos para Napoleón, otro cazador a caballo.
En el cuadro original se aprecia bastante bien el color anaranjado del que hablamos.

Pero nos quedan dos regimientos muy famosos que tenían los cordones de un color exclusivo y singular, como exclusivos y singulares eran esos mismos regimientos. Uno de ellos, además, vestía à la hussarde: el Regimiento de Cazadores a Caballo de la Guardia Imperial, que proporcionaba la escolta a Su Majestad Imperial en cualquier campaña (excepto en los primeros días de la campaña de Austerlitz). El otro, el Regimiento de Granaderos a Caballo de la Guardia Imperial, que era un regimiento de élite de la caballería pesada francesa. 

Granaderos a caballo de la Guardia Imperial.
Observen el color de los vivos y cordones.

El color de los cordones de ambos regimientos era el mismo, y era empleado también por el personal al servicio personal del Emperador. Era, por tanto, una señal del más alto privilegio. No en vano, ambos regimientos habían nacido como una pequeña tropa que había escoltado al general Bonaparte en Italia y que se había convertido en la única caballería de la que sería después su Guardia Consular.

Oficial de los cazadores a caballo de la Guardia Imperial pintado por Géricault.
Es, quizá, el cazador a caballo más famoso del Louvre.

Por razones que no vienen al caso, he estado documentándome un poco sobre los cazadores a caballo de la Guardia Imperial y he tropezado con el color de sus cordones y alamares. He tropezado con la poesía en el lugar más inesperado.

Porque el color de los cordones de estos dos regimientos es el aurora (aurore, en original).

El color aurora es un color anaranjado semejante al que ilumina los cielos al amanecer, como indica su propio nombre, y así se describe en las ordenanzas de la época, tal cual. Hay quien diría que es un color pomelo, o un naranja amarillento, o un amarillo anaranjado, pero vivo siempre y en cualquier caso. Entre el Regimiento de Cazadores a Caballo, además, era el color de los bordados en varias piezas del uniforme, en los galones, el portapliegos o parte de los arneses de la caballería.

Portapliegos de un cazador a caballo de la Guardia Imperial.
El bordado de los bordes y los cordones es de color aurora.
Está un poco descolorido por el paso del tiempo, porque es una pieza original.
Se expone en los Inválidos, en París.

Han sobrevivido algunos cordones de la época y pueden verse en los museos, aunque han perdido la vivacidad del amanecer y lucen apagados por el paso del tiempo. Pero queda su nombre, aurora.

De verdad, y miren que llevo años curioseando en estas cosas, nunca había tropezado con un nombre así y así descrito en las ordenanzas de un ejército moderno o contemporáneo. 

Lo de vivir dignamente


He aquí un nuevo artículo para Metrópoli Abierta que nació gracias a la publicación de una nota del Gobierno de la Generalidad de Cataluña. Se titula Lo de vivir dignamente y ustedes están ahí para juzgarlo.

Cosecha de Reyes



No existe mejor manera de comenzar el año que ser regalado con buenas letras. Los Reyes Magos me llenaron la casa de libros. Iba a decir de novedades, pero no todos los títulos lo son, y no importa que no lo sean. Ahí van los títulos, de los que hablaré, supongo, en El cuaderno de Luis, pero no sé muy bien cuándo, porque mi cola de lecturas es... ¡enorme!

La batalla por los puentes, de Antony Beevor, sobre la operación Market-Garden en la Segunda Guerra Mundial.

La guerra de trincheras, de Tardi, un tebeo estremecedor sobre la Gran Guerra. Tebeo por costumbre, porque ahora lo llaman novela gráfica o algo así.

Ellos, de Francine du Plessix Gray.

Historia de la belleza, de Joseph Roth.

En defensa de la Ilustración, de Steven Pinker.

Y dos novelas protagonizadas por el famoso detective belga Hércules Poirot, El asesinato de Roger Ackroyd y La muerte visita al dentista, de Agatha Christie.

Además, me cayó una novela autopublicada de más de ochocientas páginas, La bella Liu, de Jordi Singla, autor del blog El Celeste Imperio

Hubo otras aportaciones. Una película sobre Van Gogh, un paquete de penne rigate de la Toscana,  de un pastificio artesanal, con un condimento a juego, y dos acuarelas de una amiga, que lucen en las paredes de casa. 

Y carbón, toneladas de carbón, carbón para dar y repartir.

Hay normas y normas


Comienza el curso, que diría uno, con un nuevo artículo publicado en Metrópoli Abierta. Parece que va de infracciones de tránsito, pero está dedicado a tantos que creen que están por encima de la ley. Se titula Hay normas y normas.

La Catalina de Caravaggio y la Catalina de Gentileschi


En los últimos días de 2018 se hicieron públicas dos restauraciones de unos lienzos que tienen mucho en común. Sin ir más lejos, ambos retratan a Santa Catalina de Alejandría. Uno es obra de Caravaggio y se expone en el Museo Thyssen-Bornemisza, en Madrid. Le dediqué unos cuantos apuntes de El cuaderno de Luis. Pueden verse en:

El otro lienzo es obra de Artemisia Gentileschi y lo adquirió la National Gallery de Londres a mediados del año pasado por unos cuatro millones de euros. Véase el anuncio en:


Imágenes publicadas por el Museo Thyssen-Bornemisza y la National Gallery.
Exponen el antes y el después de las restauraciones de los cuadros de Artemisia Gentileschi y Michelangelo Merisi, de Caravaggio.

Ahora, después de una cuidadosa restauración, se expone al fin al público, como la Santa Catalina de Alejandría de Caravaggio, otro punto en común en ambos lienzos, pues ambos comparten título y tema. Véanse los anuncios de la exposición y la restauración de ambos museos:

De un modo u otro, ambos lienzos han protagonizado muchas de las páginas de las secciones culturales de los periódicos. Por un lado, el lienzo de Caravaggio es una obra maestra indiscutible y su restauración fue empleada por el Museo Thyssen-Bornemisza para llamar la atención sobre su colección. Por el otro, la National Gallery no se queda atrás en las cosas del autobombo y muchas gentes dicen que la compra y posterior restauración de la Catalina de Artemisia Gentileschi ha sido una operación publicitaria cuidadosamente orquestada. En parte porque la figura de Artemisia Gentileschi, una mujer entre los grandes maestros del barroco por derecho propio, se ha convertido en un icono del feminismo y en un ejemplo de las grandes mujeres que han pasado por la historia y a las que no se les ha hecho mucho caso.

Aquí nos metemos en un problema que no es menor. Artemisia Gentileschi es reivindicada muchas veces no por haber pintado grandes lienzos, sino por haber sido violada por un mal nacido (Tassi) y vivido después un grotesco e injusto juicio con apenas dieciocho años. Es como si reivindicáramos a Caravaggio no por pintar lo que pintó, sino por ser un personaje violento e incomprendido. 

Aunque la vida tanto del uno como de la otra nos puede ayudar a interpretar su obra (al menos, una parte), no explica por qué esa obra tiene la calidad que tiene, es tan interesante y merece nuestra atención. Otros muchos artistas han tenido vidas interesantísimas, trágicas o aventureras y sus obras, si se me permite la expresión, pueden ser tanto un churro como una maravilla, y no porque su autor esto o lo otro son por ello ni mejores ni peores. Esto sucede en la pintura, la literatura, la música o cualquier otra disciplina artística o intelectual.

Otro autorretrato de Artemisia Gentileschi.
Podría pasar por Santa Cecilia, patrona de la música, ¿no?

Sobre esto que he dicho y como reivindicación de la figura de Artemisia Gentileschi, les recomiendo leer este apunte, en el blog Investigart:

Sin embargo, todavía hay gente que dice cosas como ésta:

El artículo que publicó El País, firmado por Peio H. Riaño, es muy interesante y les recomiendo que lo lean, pero déjenme decirles que no estoy de acuerdo con lo que dice. Muy particularmente en lo que dice acerca de Caravaggio y su Santa Catalina. Creo que se equivoca en su juicio, pero ustedes son muy libres de opinar lo contrario, faltaría más, y no digo lo que voy a decir por pinchar, sino por dar motivo a la reflexión.

Ambos lienzos comparten una iconografía, la de Santa Catalina mártir. La santa de Gentileschi sostiene la palma del martirio contra sí, puesto que ha aceptado el martirio; la palma del martirio de la Catalina de Caravaggio está a sus pies, como una valiosísima ofrenda (pues eso es, y no otra cosa), sobre un cojín de damasco, rojo, porque el rojo es el color del martirio (y de la sangre). El cojín está ahí no para que se arrodille la santa sobre él, como dice el señor Riaño, sino para sostener ese símbolo del martirio y la redención eterna. El cojín está ahí para eso. Que se arrodille la modelo encima es otra cuestión.

Visión infrarroja del lienzo de Caravaggio.

El rojo en el cuadro de Caravaggio es muy interesante. La espada que sostiene Filis Melandroni (la modelo de Caravaggio), una ropera milanesa de lazo que sería, seguramente, la espada del mismo pintor, refleja el rojo del cojín y (hoy lo sabemos) del traje de la santa. Es una espada de tramoya, porque una ropera no sirve para decapitar, y el rojo que refleja es una imagen también de tramoya de la sangre derramada en el martirio. El traje de la santa es hoy negro, pero fue rojo y tuvo que ser repintado. El rojo era el color del martirio, pero también, en la Roma de 1600, anuncio de prostitutas (o, si acaso, un color demasiado atrevido para una santa). Eso tiene su importancia.

He hablado de la tramoya y ése es un punto a considerar en ambos cuadros. Porque ambos, a primera vista, cumplen con la iconografía. Pero, a poco que prestemos atención, veremos claramente que son representaciones teatrales

El cuadro de Caravaggio es (déjenme opinar) un tableaux vivant como los que preparó para el cardenal del Monte en el palacio Madama. Es puro teatro. Es una cortesana disfrazada de reina (Catalina era de familia real) posando en un escenario. 

Nunca, en ninguna otra obra de Caravaggio, se da este juego de contrastes tan acusado entre lo que es y lo que representa. Uno puede ver tanto la imagen de una prostituta posando para Caravaggio y acariciando, desafiante y provocativa, la espada del pintor, con un erotismo imposible de amagar, como puede ver, en efecto, a la santa, virgen y mártir recostada sobre el instrumento que la torturó y acariciando la hoja que la llevaría a reunirse con Dios. Y ambas cosas pueden suceder simultáneamente. 

Este retrato de Filis Melandroni fue destruido en mayo de 1945.
La cortesana sostiene en su mano flores que simbolizan la virtud.

No, no, Filis/Catalina no se arrodilla ante nadie, como dice el señor Riaño. ¡Todo lo contrario! Es provocativa, es puro erotismo. Esa manera de apoyarse en la rueda, el cómo acaricia la espada, esa mirada espabilada... Sólo un retrato de Filis, que se perdió en el incendio de la torre antiaérea de Friedrichshain en mayo de 1945, es capaz de reproducir esa mirada que aparenta inocencia y promete... ¡No sé qué promete! Ya me entienden.

La obra de Artemisia Gentileschi en la National Gallery es una obra menor, en comparación. Tanto en formato, como en ambición. Porque es evidente que el lienzo es muy formal y carece de pretensiones. Pero es muy interesante. También es puro teatro. 

Artemisia se retrata a sí misma disfrazada de Santa Catalina. Se lía la manta a la cabeza (literalmente) y se pinta a sí misma. No se disfraza con grandes ropajes, sino con lo primero que tiene a mano. Añade la palma del martirio y puede verse que tanto la rueda como la corona son accesorios que se añaden al retrato para que podamos decir qué santa es. Sin la corona que lleva puesta, ninguno pensaría en su sangre real y sin la rueda ¿qué mártir podría ser? Si se le quita la palma, ni eso. 

Me atrevo a decir, y perdonen ustedes, que sin esos atributos el cuadro seguiría conservando esa gran calidad que tiene y hasta mejoraría un poco. Sería un autorretrato interesante. Lo que en el cuadro de Caravaggio es esencial (Filis/Catalina necesita la rueda para apoyarse en ella y viste ropajes lujosos como reina que es), en el lienzo de Gentileschi es un adorno superfluo. Artemisia se pinta a sí misma y luego se convierte en santa, en un juego teatral muy del gusto de ambos artistas y del barroco recién nacido.

Ambos artistas (como todos los artistas) buscan lucirse. En el caso de Caravaggio, en una obra por encargo en la que pretende demostrar su capacidad artística ante un público selecto y muy entendido. No fue, en origen, una obra para el gran público, para una iglesia, sino para un coleccionista muy exigente. En el caso de Gentileschi, la pintora juega (el juego es la palabra) con un encargo devoto, mucho menos exigente y ambicioso, al que añade la picardía de representarse a sí misma. 

Me gustaría tanto tener razón en mi loca teoría...

Lo dejo aquí, no sin antes recordar que Caravaggio llegó a ser íntimo del padre de Artemisia, Orazio Gentileschi, aunque se enemistó con él en más de una ocasión (típico del personaje, por otro lado). Estoy segurísimo de que Artemisia conoció en persona a Caravaggio. Una vez me dio por pensar que el ángel del primer San Mateo y el ángel podría ser la misma Artemisia, pero esa imagen es más una licencia poética que otra cosa. Un capricho mío.