Cuando pillaron a Bonaparte con los pantalones bajados


Vuelvo a un asunto que ha merecido algunas entradas en mi blog: la historia de la Guardia Imperial, la de Napoleón. Corre una historia sobre sus orígenes que merece ser conocida, y que narró el mismo Emperador en Santa Helena o cuando estaba por contar anécdotas. Luego, los estudiosos nos dirán que Napoleón mintió a medias, pero lo mejor será que les cuente la historia.

El general Bonaparte en la primera campaña de Italia.

El general Bonaparte adquirió fama y prestancia durante la Guerra de la Primera Coalición (1792-1797). Su campaña en Italia es merecedora de elogios por los entendidos de la historia militar y se considera muy brillante. Pero tuvo sus momentos, sus más y sus menos.

La batalla de Borghetto se resolvió sin tanta finesse como otras. Bonaparte consiguió cruzar el río Mincio y adentrarse en el Véneto. Digamos que tuvo suerte, porque el alto mando austríaco era un poco inútil, en aquel entonces, y contribuyó decisivamente a sembrar el desorden entre sus propias filas. Por suerte para los austríacos, su caballería ligera (especialmente los húsares y los ulanos) todavía sostenía el tipo y frenó el avance de los franceses en las afueras de Valeggio.

En esa fase de la batalla, con el grueso del ejército austríaco en retirada, Bonaparte cedió a un creciente malestar que venía castigándole todo el día. Como la batalla parecía ya resuelta, se retiró a sus cuarteles y mandó que le prepararan un baño de pies, con agua bien calentita. El general se quitó la faja, el cinto, el tahalí, la casaca, las botas, los calzones, las medias... En mangas de camisa, se sentó a tomar ese beatífico baño.

Esto sucedía en una villa campestre, en la orilla izquierda del Mincio. En éstas, apareció un piquete de ulanos austríacos (otras fuentes aseguran que fueron húsares). El general-mayor príncipe Friedrich Franz Xavier de Hohenzollern-Hechingen, un veterano militar austríaco, había conseguido reunir de nuevo y contraatacar con algunos escuadrones de caballería ligera y éstos llegaron hasta la dicha villa. Cuando el centinela los vio, tuvo la sabia reacción de echarse sobre la puerta de la villa, cerrarla de un portazo y gritar como un poseso: Sauve qui peut! (¡Sálvese quien pueda!)

Mientras al otro lado del portón se oían golpes e insultos en alemán, el general Bonaparte dejaba atrás la palangana con agua calentita y toda su ropa para saltar por la ventana, correr hacia el primer caballo que pilló y salir de ahí a galope tendido. Es, probablemente, la vez que más cerca estuvo nunca de ser capturado por el enemigo. Así huyó el general Bonaparte, con el culo al aire y en mangas de camisa, y se reía al contarlo, el muy guasón.

Así eran los primeros uniformes de la Compañía de Guías.

Aseguraba Napoleón en su Memorial de Santa Helena (escrito por Las Cases) y en algunas cartas y conversaciones privadas que ahí se le ocurrió la idea de crear la Compañía de Guías, una escolta de cincuenta jinetes que sería su escolta y guardia personal. Puso al mando de la compañía al capitán Bessières y parece que la primera mención oficial a dicha compañía es la de un despacho de Bonaparte del 13 Prairial del Año IV (el 1 de junio de 1796) que pedía a los guías que marcharan a Milán para equiparse. 

Lo cierto es que los guías ya existían antes de este incidente, pero andaban dispersos por ahí; unos con un general, otros con otro, unos en un regimiento o en el vecino... Era algo bastante informal. El valiente que aguantó empujando la puerta contra los ulanos sería, con toda seguridad, uno de esos guías. Bonaparte no hizo más que reunirlos a todos y poner orden, darles un estatuto oficial y distinguido y sembrar la semilla del que sería el famoso Regimientos de Cazadores a Caballo de la Guardia Imperial. Sus miembros, en recuerdo de sus primeros días, siempre serían llamados coloquialmente guías (guides).

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