La capilla Contarelli (III)


Caravaggio pintó cuatro cuadros para la capilla Contarelli. Hacia 1599, La conversión de San Mateo y El martirio de San Mateo. A finales de 1600 recibió el encargo de pintar el cuadro que presidiría el altar, San Mateo y el ángel. Los dos cuadros que pintó con el mismo motivo se datan en 1601 (el mismo año que pintó la capilla Cerasi).

Las instrucciones eran precisas. San Mateo tenía que escribir el Evangelio al dictado de un ángel. Caravaggio volvió a reclamar a Matteo, el borrachín, y lo sentó en una silla savonarola, la misma que aparece en La conversión de San Mateo o La cena de Emaús. Pinto a Matteo tal como era: sucio y simple. Un ángel bellísimo con alas de cisne (me inclino a pensar que la modelo fue una hija de Longhi) guía la mano de Matteo. El ángel, un ángel impertinente, se inmiscuye en la escritura y Matteo aparece como analfabeto (y seguramente lo era). Déjame, que ya me pongo yo, parece que diga.

El cuadro causó el horror del cabildo de San Luis. La planta del pie de Matteo, sucísima, quedaba justo donde la hostia en el momento de la consagración, y los curas se tomaron el cuadro como una burla. Lo descolgaron y quisieron destrozarlo ahí mismo. El marqués de Giustiniani salvó el lienzo in extremis. Se comprometió a conseguir de Caravaggio otro cuadro para el altar a cambio de quedarse él con el primero, para su colección.

El segundo cuadro de San Mateo y el ángel es mucho más convencional. Amaga una broma, sin embargo. Para dar sensación de profundidad, el evangelista se arrodilla sobre un taburete, que hace como que sobresale del cuadro. A poco que nos fijemos, Caravaggio pintó a San Mateo justo antes de darse un tremendo batacazo por causa del ángel, pues el equilibrio del evangelista es poco menos que precario. Las bromas de Caravaggio abundan en sus cuadros romanos.

El primer San Mateo y el ángel fue a parar a Berlín en 1825 como parte de la colección Giustiniani. Sólo conservamos de ella una imagen en blanco y negro.

El 5 de mayo de 1945, un incendio arrasó la torre antiaérea de Friedrichshain, uno de los refugios de los museos berlineses. La lista de obras perdidas para siempre pone los pelos de punta: más de ocho mil piezas consideradas como antigüedades chinas, precolombinas o egipcias, estatuillas, vasos canopos, cerámica, sarcófagos, amuletos, una impresionante colección de vasos griegos, casi tres mil piezas de cristalería de valor excepcional, cuatrocientas de las mejores esculturas y bajorrelieves del Renacimiento, sin contar con los cuatrocientos diecisiete lienzos de la Gemäldegalerie (la Pinacoteca), demasiado grandes o demasiado delicados para ir a parar a las minas de sal donde se refugió el resto de la colección.

De la Pinacoteca se perdieron ciento cincuenta y ocho obras de la Escuela Italiana, entre las que destacan setenta y una pinturas de la colección Solly, diez de la colección Giustiniani y los grandes lienzos de las colecciones de los Lecchi y Hohenzollern. También, ochenta y nueve pinturas holandesas, cincuenta y cuatro flamencas y sesenta y siete pinturas alemanas. Entre éstas, obras de Fra Angelico, Luca Signorelli, Caravaggio, Rubens, Chardin, Zurbarán, Murillo, Reynolds y un larguísimo etcétera que parece que no se acaba nunca.

A decir de muchos, desde el punto de vista de la pérdida de obras de arte figurativas, el desastre de Friedrichshain sólo es comparable con el incendio del Palacio y el Alcázar de Madrid de 1734. Desde el punto de vista museístico, sólo el saqueo de los museos de Bagdad podría superarlo.

Todavía se desconocen las causas del incendio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario