La barbería

Siempre voy a la misma barbería, desde pequeñito. Aunque ahora la llaman peluquería, desde hace ya unos años, muchos años, cuando decidieron modernizarse. Nada de cremitas ni manicuras, nada de estilistas ni mariconadas, nada de fotografías de guaperas con tupé. Aquí viene uno a cortarse el pelo, caramba, y si hay cojones, a que le afeiten con navaja, con esa navaja de las de antes, afiladísima, con cachas de carey.

Me conocen y me saludan. Llevan cortándome el pelo desde que tenía... ¿cinco años? Poco más o menos. Le cortaban el pelo a mi padre, ahora me lo cortan a mí, como tiene que ser. Cada vez cortan menos pelo, porque hay menos que cortar, pero ¿acaso importa? ¿Se han preguntado por qué las peluquerías están siempre llenas de calvos? Es quizá la última ágora que nos queda.

¿Cómo lo quiere?, preguntan, como si no lo supieran ya.
Siempre respondo lo mismo: Cortito.

Leo revistas de automóviles que tienen un año y los parroquianos hablan de fútbol, de política, de lo que se tercie. Yo me escondo en la revista; me gusta oír. Desde mi asiento privilegiado he oído hablar de fútbol a un superviviente de Mathaussen, que arrastraba la vida como un peso sobrevenido, con heroismo. También he oído los viajes de un poeta, enaltecidos con el maravilloso condimento de la palabra. Un taxista nos ha dado a todos una lección de economía y un jubilado, de amor. Un banderillero me ha mostrado el rastro del pitón de un morlaco, no con orgullo, sino con resignación, pues de algo hay que comer. Un buen hombre se lamentaba de no haber acertado con la lotería y un villano, de haberla ganado. Tantas historias.

¿Qué tal? ¿Lo quiere más cortito?
Ya está bien así.

Mientras pago lo que corresponde, me pregunto si existe un lugar donde la gente hable más libre y sinceramente que en una barbería.

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