Un fracaso triunfal


El 11 de febrero de 1938, el capitán James E. Maher de la Marina de los Estados Unidos recibió una orden de ésas que quitan el hipo: ¡Reviente las máquinas! La orden era exactamente ésta, y venía de muy arriba. El primer crucero del USS Somers (DD-381) visitaria el Golfo de Méjico y Sudamérica. El capitán tenía 11.000 millas por delante para forzar la máquina y hacerla trizas. Tal cual.

Desde la Primera Guerra Mundial, los destructores americanos se habían propulsado con turbinas Pearson, fabricadas con licencia británica, que trabajaban a baja presión y temperatura y propulsaban al buque a través de una reductora simple. Eran máquinas muy fiables. En los años treinta, el ingeniero Gibbs propuso cambiar las máquinas de los destructores americanos e instalar turbinas ligeras de alta velocidad, que trabajaban a gran presión y temperatura y que necesitaban una doble reductora. Eran turbinas americanas, que hasta el momento sólo se habían empleado en la generación eléctrica, nunca a bordo de un buque. La Marina se arriesgó a probarlas.

Los nuevos destructores de Gibbs resultaron ser un gran éxito. Navegaban mucho más deprisa (en pruebas llegaban a superar los 40 nudos) y su consumo de combustible se reducía más de un 20%. Pero saltó a la prensa el rumor que decía que las máquinas de Gibbs no soportarían el maltrato de tiempos de guerra. ¿Quién dijo tal cosa? ¿Fueron los ingleses de la Pearson? ¿Fueron los republicanos, por fastidiar a los demócratas? ¿Fue el núcleo conservador de la Marina? Lo cierto es que parecía que las turbinas de Gibbs iban a pasar a la historia, justo cuando más se necesitaban (pues las Pearson ya no daban más de sí y los alemanes volvían a las andadas).

El USS Somers, recién entregado a la Marina, llevaba turbinas Gibbs. Todavía no había salido del puerto. ¿Por qué no...? Probémoslo, se dijeron. Capitán Maher, ¡reviente las máquinas! Cueste lo que cueste. Embarcaron periodistas a bordo, para que lo vieran con sus propios ojos y ¡adelante!

Tras 11.000 millas de locura, el capitán Maher admitió su fracaso. Había sido incapaz de averiar siquiera un poquito las turbinas ligeras de Gibbs. Lo había probado todo, todo, pero... ¡nada! Funcionaban como el primer día. El capitán Maher no supo entender por qué le felicitaban tan efusivamente por haber fracasado en su misión, ni por qué salía su fotografía en los periódicos, pues ¿no había fracasado? Era un buen tipo, el capitán Maher, aunque un tanto ingenuo.

Gracias a este curioso experimento, los destructores de Gibbs & Cox siguieron embarcando turbinas ligeras y demostraron su valía en la Segunda Guerra Mundial. Los destructores americanos fueron más rápidos y navegaron más millas sin repostar que sus adversarios, haciéndose con el control de los mares. Y todo gracias al ingenio del señor Gibbs, la osadía de la Marina y el rotundo fracaso del capitán Maher.

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