El matayayas

No es un hombre del saco, ni un combinado de vodka con alcohol de quemar, ni un monstruo que surge las noches de cuarto creciente para chupar el meollo de las abuelas, sino un deporte que, me temo, jamás será olímpico. Se juega en la playa, donde el agua llega a las rodillas. Para jugar al matayayas se precisan alrededor de media docena de adolescentes del sexo masculino, sobrados de testosterona y estupidez, como es propio, que serán los jugadores. Éstos forman un ruedo y uno de ellos lanza una pelota hacia arriba. Todo consiste en irse pasando la pelota y evitar que caiga al agua. Se busca no tanto marcar puntos como la emoción y el riesgo; por eso la pelota del matayayas sube cada vez más y más alto y no es raro ver saltos, zambullidos y malabarismos para devolverla al vecino. Si una abuela se tropieza con uno de los jugadores en esos lances tan arriesgados, pobre abuela. De ahí viene la etimología del nombre, pues matayayas en catalán sería equivalente a matabuelas en castellano.

Si eso fuera todo... La pelota realiza trayectorias parabólicas elevadas hasta que una adolescente del sexo femenino, que se hace la tonta, valga la redundancia, se aproxima al ruedo del matayayas. Entonces se trata de acertar a la jovencita con la pelota. Si el balón pasa cerca, pero cerca, cerca, un punto. Si le acierta en el flanco, en el muslo, el culo o la espalda, dos puntos. Si le da en la cabeza, cinco. Si la tumba, diez. El tiro es jaleado con gritos y aspavientos, que no falten, y la adolescente hembra tiene que simular susto y disimular risas.

A la luz de hoy en día, el matayayas entra de lleno en la colección de estupideces de la adolescencia y las antropólogas feministas dirán del matayayas lo que hay y lo que no hay escrito, y nada bueno. Pero ¿qué quieren que les diga? Algunas de mis mejores amigas, mujeres estupendas, recibieron en su día el correspondiente pelotazo, y aquí no ha pasado nada.

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