¿Falta mucho para el viernes?

Nos dicen que sopla del norte; se ha llevado las nubes, nos ha traído el frío que toca en enero. Salgo a la calle, me arrebujo en mi abrigo y marcho en dirección a la oficina, bajo el índigo del cielo y la roja herida de muerte con que el día golpea a la noche, mientras las nubes se espantan y huyen. El aire me despierta, agradezco el paseo.

Poco después, cruzo la avenida con cuidado, porque sé que las vías del tranvía resbalan, húmedas, y puedo dejarme los dientes en la acera. Veo cómo los vagabundos abandonan su campamento, cada uno por su lado, míseros y asquerosos. Me cruzo con los parias que esperan la furgoneta de los servicios sociales. Uno vende papelinas de heroína. «Coño, qué frío», exclama uno de sus clientes. El otro me pregunta qué hora es. Siempre lo hace, cuando me ve pasar camino de la oficina. «Las ocho y veinte.» «Gracias, muy amable.»

Un poco más allá, me adelanta una camioneta del servicio forense. La floristería recibe un cargamento de claveles y la marmolería ya está abierta. Los Servicios Funerarios hace tiempo que han abierto las puertas y ya se oyen las máquinas de la fábrica de ataudes, pero es ahora cuando comienzan a llegar parientes y amigos para presentar sus respetos a los señores difuntos. Un olor dulzón, a flores mustias, me llena las narices. Paso deprisa por delante y me planto en la oficina casi con urgencia. Me reciben algunos funcionarios en la calle, con el primer pitillo del día entre los dedos, pateando el suelo para sentir los dedos de los pies y después de un largo viaje en ascensor descubro que los marrones siguen exactamente donde los dejé ayer, encima de la mesa.

Hace frío, es verdad, porque casi se me congela el alma.

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