Rimbaud el hijo


Hace unos días dije que había comenzado a leer Rimbaud el hijo, de Pierre Michon, traducida por María Teresa Gallego Urrutia, que publica Anagrama. Me mostré contento y feliz, afortunado como lector, y polemicé (poquito) sobre la ausencia de una coma en el título, aunque podría haber polemizado un poco más sobre el uso de la puntuación en el texto, que responde más al sentido poético que al gramático. En suma, diré que ya he leído el libro y encabezo el apunte en este cuaderno con un famoso retrato de Rimbaud, poeta, con diecisiete añitos, cuando ya se había hecho un lugar en la literatura francesa. La lectura de Michon supongo que me ha iniciado en la lectura de Rimbaud, al que todavía no tendo el gusto de conocer.

Si no hubiera leído Vidas minúsculas, estaría intentando describir, sin demasiado éxito, la maravilla de la poesía de Michon, todavía anonadado por su belleza e intensidad. La sorpresa de entonces deja paso a un libro no tan bello, pero bellísimo, que se acerca más al ensayo que a la novela, más a la novela que a la historia, aunque no sea ni una cosa ni la otra ni la de más allá, ni tan ambiciosa. Vidas minúsculas era inmensa y Rimbaud el hijo, no tanto. Pero, en todo caso, Rimbaud el hijo merece una lectura muy atenta y esta vez sí, esta vez tengo que advertir que no está al alcance de todos.

Si nos dejamos arrastrar por los estereotipos, he aquí un intelectual francés. A diferencia de la producción de los intelectuales nacionales, para estimarlo hace falta saber leer.

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