Moscas, sexo, drogas y alcohol

Nunca he oído a ninguna sociedad protectora de animales ni a ningún grupo animalista quejarse de las perrerías que tienen que soportar las moscas del vinagre, que son más conocidas por su nombre en latín, Drosophilae melanogaster. Las drosofilas (así las he oído llamar más de una vez) son víctimas de toda clase de experimentos atroces. El último, las aboca al alcoholismo.

Pueden comprobarlo, si quieren, en el número de Science del 16 de marzo de 2012 (Vol. 335, no. 6074, pp. 1351-1355, DOI: 10.1126/science.1215932). Se trata de un apasionante artículo titulado Sexual Deprivation Increases Ethanol Intake in Drosophila (he dicho deprivation, no depravation, que conste), firmado por G. Shohat-Ophir, K. R. Kaun, R. Azanchi, U. Heberlein y sus colaboradores. Los autores son profesores del Departamento de Anatomía de la Universidad de California, San Francisco, que investigan en el Howard Hughes Medical Institute, Janelia Farm Research Center, en Ashburn, EE.UU.

El experimento comenzó como una broma acerca del sexo y el alcohol y acabó en serio estudiando los niveles de neuropéptidos F (NPF) en las redes neuronales y su relación con los mecanismos de adicción y recompensa.

Los neuropéptidos F están ahí para proporcionarnos una sensación de placer o bonanza relacionada con acciones que son imprescindibles para nuestra supervivencia. Su actividad en las redes neuronales se experimenta cuando comemos y saciamos el hambre, o después del fornicio, satisfecho el deseo sexual. Esa experiencia agradable la tenemos nosotros, pero también las drosofilas, y he aquí lo que hicieron los señores científicos.

Pusieron dos jaulas llenas de machos de drosofilas. En cada jaula, las moscas podían libar de dos tubitos. En uno había agua con azúcares, comida de primera para las drosofilas, y en el otro, agua con etanol. En éstas, los científicos presentaban a los señores drosofilas unas hembras de buen ver. Las drosofilas de la primera jaula podían ejercer el fornicio sin ningún problema, y, de hecho, se pasaron todo el experimento dándole que te pego. Las drosofilas de la segunda jaula, en cambio, se quedaron con las ganas, pues las hembras eran un ver y no tocar y los machos andaban por ahí salidos como una moto, pero sin poder consolarse.

En lenguaje bioquímico, se detectaba en los primeros machos un incremento de la actividad de los neuropéptidos F, pero en los segundos, los que se quedaban con ganas de mosca, no. Ocurría que los primeros machos, los que se daban el gustazo con las señoras moscas, entre fornicio y fornicio bebían agua con azúcar, y los niveles de NPF en la sangre mostraban su mucha satisfacción por el buen comer y el mejor yacer. En cambio, los moscones que tenían que apañárselas solos se daban al alcohol y acudían a los tubitos de agua y etanol para, literalmente, emborracharse.

El experimento tiene su gracia. La ingestión de etanol provoca reacciones en el cerebro de las drosofilas (y de los humanos) que sustituyen los efectos de los neuropéptidos F. Mejor dicho, provocan reacciones químicas que alteran los niveles de los NPF. Bueno, no sé lo que provocan, pero va una cosa por la otra: si no mojan, beben. Los científicos de la Universidad de California han dado un gran paso adelante en la comprensión de los mecanismos que crean la adicción a una determinada sustancia. Gracias a estos experimentos, es posible que pueda facilitarse la cura de la adicción a las drogas, el alcohol o el sexo, ya puestos.

Mientras tanto, las drosofilas alcoholicas se dan al güisqui y ven pasar a las señoras moscas con aire triste. Una escena que se da en muchos bares, ahora que pienso.

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