Matemáticas históricas


Las ciencias sociales, ¿son científicas? La pregunta tiene miga, no crean ustedes. El debate que provoca es de nunca acabar.

En el caso de la psicología, por ejemplo, el asunto se complica cuando la luz de la ciencia tiene que abrirse camino entre la gran sombra del psicoanálisis, y sólo por decir esto espero una tormenta de furibundos psicoanalistas o psicoanalizados que exclamarán: Pues ¡a mí me funciona! Pues, no sabe cuánto me alegro, pero eso no es ciencia, ni científico. Por fortuna, tenemos psiquiatras y algunos psicólogos que superaron el credo freudiano.

En economía, de todo. Algunas ramas de la economía merecen ser llamadas ciencias... a veces. Porque conviven los maestros de la superstición (los promotores de la austeridad en esta crisis, por ejemplo) con estudios serios y comedidos. Por eso mismo, cuando sale un gurú de la economía a darnos lecciones no sabemos si atender a lo que dice con sumo interés o salir corriendo.

¡Qué les voy a decir de la antropología! ¡Madre de Dios! Una nutrida escuela de antropólogos no quiere ser científica. Repito: no quiere serlo. Otra, en cambio, sí. Sin embargo, una cosa es querer serlo y otra poder serlo. ¿Puede ser una ciencia, la antropología? Ay, qué pregunta. Es la caja de Pandora de los antropólogos. Si alguien se ha preocupado de indagar sobre este asunto, sabrá que la respuesta no es fácil.

Etcétera. Con todo, una disciplina que se pregunta constantemente por su cientificidad es la historia. ¿Existe una historia científica? ¿Cómo podría o tendría que ser? Si no es ciencia, ¿qué es? No pretendo responder a estas preguntas, pero sí señalar que Hegel y sus discípulos engendraron a generaciones de historiadores emperrados en demostrar inequívocamente que la nación se sublima en el Estado para convertirse en una unidad de destino y una materialización de su esencia y que de ahí, de modo inexorable, a la realización de su propósito, que es ser siendo lo que es queriendo ser lo que nunca ha sido (y lo he dicho bien). 

Marx, buen economista, mal historiador.

Es decir, la historia tiene un camino marcado, que se ha de recorrer para no llevarle la contraria al destino, que se recorrerá se quiera o no se quiera. Cabe la tentación de suponer que ese camino podrá ser conocido y anunciado y de ahí que más de uno quiera demostrar científicamente la razón de ser (sic) de su nación, lo inevitable de su destino y qué destino será ése, algo que nadie (repito: nadie) es capaz de saber porque ¿existe el destino? Lo que no evita que podamos preguntarnos si el comportamiento histórico de las sociedades cumple algunas leyes (¿cuáles?) o si, a la vista de éstas, podemos predecir acontecimientos sociales, económicos o culturales futuros, y cómo.

Toynbee, un tiempo famosísimo y ahora casi desconocido.

Marx y sus lectores proponen un historicismo materialista, que se demuestra a sí mismo y que no puede negarse por sí mismo. El romanticismo alemán se indigestó con la invención de la nación política y se inventó la nación nacionalista, que es un despropósito filosófico mayúsculo que se inventó Hegel para justificar el absolutismo del Antiguo Régimen frente a los ideales de la Revolución Francesa. Porque Hegel era el filósofo del poder, no porque filosofase sobre el poder, sino porque filosofaba sobre lo que quería ese poder, y sin pelearse por ello con el poder. Tonto no era, Hegel.

Spengler, la decadencia de Occidente y la cara de mala digestión.

Luego nos cayeron encima teóricos como Spengler (con su teoría cíclica de las civilizaciones) o Toynbee (con su teoría de los desafíos históricos), que se echaban los trastos a la cabeza, aunque defendían ambos un historicismo que no era capaz de superar los mínimos de cientificidad exigibles, como demostró Popper con una mano atada a la espalda, fácilmente.

¿Puede ser científica, la historia? Ese Popper antihistoricista no respondió satisfactoriamente a la pregunta, no supo hacerlo, aunque ahora podamos adivinar qué parte de la historia seguro, seguro, que no es científica. La historia comparada, por ejemplo, ¿es válida, metodológicamente? Dejo la pregunta en el aire, allá cada uno.

En este debate podemos mencionar la creación de modelos matemáticos que pretenden simular la historia, sujetarla a fórmulas y emplear estas ecuaciones para predecir qué será de nosotros. Esta disciplina oscila entre lo inteligente y lo ridículo. Como es de suponer, lo difícil es demostrar que uno no está haciendo el ridículo.

La muy discutible y ciertamente rocambolesca teoría deulofeuniana sobre España.

Para que vean con qué facilidad uno puede moverse entre la genialidad y el ridículo, les propongo investigar en qué consiste la teoría de Alexandre Deulofeu, un catalán gerundense que se inspiró en la teoría cíclica de Spengler. Su formación matemática le movió a superar (permítanme la cursiva) las teorías de Spengler y Toynbee, echándole números al caso y proponiendo ciclos con duración determinada para la creación o desaparición de culturas y civilizaciones. Deulofeu sucumbe fácilmente a la tentación racial-nacional en la que han caído todos los que se han inspirado en Hegel o mantienen un ideal nacionalista romántico, que no ilustrado, pues la duración y la intensidad de cada ciclo dependerá de la fuerza de cada pueblo. Así, los pueblos germánicos, nórdicos y eslavos, son los que tienen una mayor intensidad creadora (sic) y por eso nació el Románico en Cataluña, más concretamente en el Ampurdán y el Rosellón, en el siglo IX, porque ésta era tierra aria. Ahora lo es árida, pero ésa es otra discusión.

Todo esto viene a cuento por un artículo titulado War, space, and the evolution of Old World complex societies, que firman Peter Turchin, Thomas E. Currie, Edward A. L. Turner y Sergey Gavrilets. Lo ha publicado la revista Proceedings of the National Academy of Science. Pueden acceder al mismo en esta dirección:

Los autores no son historiadores, son ecólogos (que no ecologistas). Se dedican a la biomatemática e intentan modelizar el funcionamiento de diversos ecosistemas con la ayuda de computadoras. Así, se han propuesto estudiar el ecosistema humano (llamémoslo así) y han modelizado el proceso de unión de diferentes tribus en un Estado primigenio, el nacimiento de una civilización, su desarrollo, expansión y defunción. A ver qué sale.

Aseguran haber conseguido simular tres mil años de historia (entre el 1.500 aC y el 1.500 dC) con una precisión del 65%. Se han centrado en África y Eurasia y no van más allá del 1.500 dC porque (cito) las armas de fuego cambiaron las reglas de la evolución entre comunidades. Es decir, porque quemando pólvoras el modelo no funciona. 

Elefantes escribiendo la historia de los hombres.

Los autores aseguran haber predecido razonablemente bien los acontecimientos históricos... del pasado. Aseguran haber sido los primeros (sic) en explicar matemáticamente la aparición de naciones estables (sic), con el permiso de Deulofeu, naturalmente. Para los autores, lo que determina la creación de estructuras de Estado es la competición entre grandes grupos humanos, y esa competición es la guerra, ni más ni menos. Cuanto más guerrea, más invierte en tecnología militar y más invade, con permiso de la geografía, mejor. 

Las predicciones que consideran la importancia de la tecnología y el espíritu militar aciertan en un 65% de las veces. Las que, en cambio, prescinden de éstas, se conforman con un 16%. En estas predicciones cuenta la estabilidad política, la calidad institucional y la renta per cápita. ¿Nos descubre algo nuevo esta teoría, este modelo? Me temo que no, digan lo que digan, y temo que no demuestra nada. Pero ésta es una opinión discutible, lo sé.

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