Crímenes infumables y una gran decepción


El Encuentro del Día Mundial de las Familias es una fiesta por todo lo alto que celebran algunos católicos con misa concelebrada por un abundante número de sacerdotes, obispos y cardenales, más el papa de turno, que en este caso es Francisco. Cantan, bailan y se les ve felices, y las imágenes de las monjitas cantando y aplaudiendo en plan gospell no tardan en verse por televisión. También las de el Santo Padre dando cachetes simpáticos a los niños que llevan sus padres a cuestas. Dejad que los niños se acerquen a mí, dicen los Evangelios.

Pero, ahora mismo, no sé si deberían dejar que se acerquen demasiado, los niños. 

Aproximadamente el 6,5% de los sacerdotes católicos norteamericanos es pederasta, y esa cifra pone los pelos de punta, se mire como se mire. Los datos que van saliendo a la luz en otros lugares del mundo apuntan a cifras semejantes. Aunque eso no fuera cierto, lo que es innegable es que la Iglesia ha protegido de palabra, obra y omisión (y no sé si de pensamiento), consciente, decidida y repetidamente, a todos esos criminales que, abusando de su poder e influencia como sacerdotes, han abusado sexualmente de niños y jóvenes. Y no sabemos de la misa la mitad, nunca mejor dicho. 

A los escándalos descubiertos en Boston siguen ahora los destapados por el informe del fiscal de Pensilvania, en los EE.UU. Se trata de mil casos de abusos sexuales contra menores de edad durante los últimos setenta años, conocidos por las más altas autoridades de la Iglesia (entre quienes contar a varios papas, incluso alguno que es santo súbito, que también protegió a otros personajes sumamente despreciables de la acción de la justicia). Sí, fueron actos inmundos conocidos, repito, y tolerados. Tolerados, como mínimo, puesto que se disimularon y ocultaron los hechos y se protegió a los violadores de todas las maneras posibles. Y éstos se organizaban, mientras tanto, para cometer sus espeluznantes crímenes con la mayor impunidad, bajo el amparo de su hábito de sacerdote. 

Si cualquier otra organización de cualquier tipo hubiera hecho algo así, ¿no habría sido ilegalizada hace ya tiempo? ¿O qué, si no, habríamos hecho con ella? Su jefe, ¿no habría tomado algunas medidas drásticas? Más allá de rezar, digo yo.

En Irlanda, adonde ha ido el papa Francisco a cantar con las monjitas, el escándalo es mayor si cabe. La Comisión Ryan, en 2009, puso al descubierto un horrendo escenario de abusos durante casi ochenta años, que afectaron a 25.000 menores (aunque posiblemente serían más de 80.000) durante ochenta años. 

Es una cifra horrenda, con un alcance que ha provocado un verdadero trauma en la sociedad irlandesa. A ello hay que sumar cientos de cadáveres de bebés enterrados en algunos orfanatos, más uso y abuso de mano de obra prácticamente esclava en organizaciones benéficas, etcétera, en instituciones católicas que, teóricamente, realizaban una obra social. Todo sucedía bajo el cobijo de las más altas autoridades de la Iglesia, bajo el manto del Vaticano.

Los irlandeses, hace veinte años, eran prácticamente todos católicos. Después del escándalo, uno de cada cuatro ha dejado de serlo y la tendencia va a más. El pueblo irlandés ha despenalizado el aborto, reconoce los matrimonios homosexuales y su primer ministro es abiertamente homosexual. ¿Les extraña? Con ese pasado, me extraña que sean sólo uno de cada cuatro los que han abandonado la Iglesia.

Esta fiesta católica que decía, tan aparentemente llena de jolgorio, es realmente incómoda para el papa Francisco. Porque justo ahora se publica (en un medio católico muy conservador) que conocía lo que sucedía en Pensilvania y que no hizo nada por su parte para ponerle remedio. Cierto, los conservadores católicos se la tienen jurada al papa Francisco, pero ¿qué hizo el papa? ¿Denunciar el caso a las autoridades? No. 

El primer ministro irlandés, Leo Varadkar, recibió al papa orgulloso por el cambio que se había producido en su país y exigiendo responsabilidades a la Iglesia. No fue un cálido recibimiento, sino una demanda de respuestas, que no se produjeron. En una misa mariana posterior, el papa habló del horror que siente ante esas noticias y tal y cual, pero ¿qué pensarán las víctimas de tantas palabras si no vienen acompañadas de hechos? ¿Van a creer lo que les diga el papa, después de todo esto? Facta, non verba, que dicen en latín.

Más tarde, el papa Francisco se reunió con Marie Collins, una mujer que sufrió abusos en su infancia por parte de algunos sacerdotes y que ha liderado la denuncia contra el papel que ha tenido la Iglesia en todo esto. Estuvo hora y media con el Santo Padre. Una reunión privada, lejos de las cámaras. Ya había dimitido, el año pasado, de una comisión de la Curia vaticana que llevaba tres años mareando la perdiz sin tomar medida alguna contra los sacerdotes pederastas. Su dimisión puso en evidencia la falta de compromiso real de la organización contra esos crímenes.

Lo dicho. Hora y media de reunión, en secreto. Lo único que dijo Marie Collins a la salida es: Me siento muy decepcionada.

Ése es el resumen. Si alguien albergó la esperanza de que las cosas iban a cambiar con el papa Francisco, se va a llevar una enorme e infinita decepción.

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