Un café al lado del Puente de San Luis.
El París más chic.
Todo el mundo ha oído hablar de los cafés de París, como también es público y notorio que el café que sirven en esos cafés, si uno antes ha pasado por Roma, es nefando. Pero, sí, son una institución. Y desde que los escritores americanos se instalaron en esas terrazas a beber pastis y cognac a destajo, dejando atrás y bien lejos la Ley Seca de su patria, no puede negarse que tienen un aire de leyenda. Aunque no tuvieran esa leyenda alrededor, serían una institución, igualmente.
El café es un escaparate de vanidades. Al menos, la terraza de los cafés. El público se sienta mirando hacia la calle, para contemplar el espectáculo de la ciudad y la ciudad contempla al mismo tiempo el espectáculo de los cafés. Ambos espectáculos son apasionantes y la gente se entrega con pasión a ese intercambio de papeles entre los que actúan y los que ven actuar.
Un aviso: tomarse un café en una de estas terrazas (más si es de postín) puede costarle a uno un ojo de la cara y no es nada del otro jueves (el café, digo). Sin embargo, en algunos cafés sirvén menús o platos del día a mediodía y entonces puede uno comer lo que le pongan delante y jugar al teatro de la vida que he descrito.
Una floristería.
Me llamó la atención la cantidad de flores que se venden en el centro de París.
Las cosas del comer, una gran tentación para gourmands.
París también tiene otros escaparates. Están los de los grandes almacenes (que en Navidad echan el resto) y los de tiendas de gran lujo, que a veces son espectaculares (y muy horteras) y otras, discretos. Pero también existen multitud de comercios con escaparates dignos de verse.
Como en cualquier otra parte, las grandes firmas multinacionales están acabando con el escaparate autóctono. Me es muy penoso confirmar que los escaparates de Chanel, Dior o Givenchy de Barcelona son prácticamente idénticos que los que pueden verse en París o en cualquier otra parte. Una pena. Lo único exclusivo que tienen es el precio, y ése no es mérito.
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