El sitio de Gifu

Se llamaba Hosokawa Yusai. Vivía en el castillo de Tanabe, en la provincia de Tango, con sus libros y pinceles. Había enfundado la espada y abrazado el estudio y la poesía. Los jóvenes guerreros recitaban sus poemas a la luz de la luna, después de aprendérselos de memoria.

Años después, volvieron a enfrentarse los señores de la guerra y Yusai, puesto en el brete de escoger entre uno u otro bando, dijo que se debía a su señor, Tokugawa Ieyasu, entonces en horas bajas y acosado por los ejércitos de Ishida Matsunari. Nadie le obligó, pero el anciano reunió a quinientos hombres, se despidió de todos, se llevó consigo sus libros y pinceles y días después ocupó la fortaleza de Gifu, en el camino de Oyama. Los muros de Gifu eran lo único que separaba entonces la retaguardia de Ieyasu de los ejércitos de Matsunari.

Una mañana de agosto, llamaron a la puerta de Gifu los capitanes de Matsunari. A su orden, quince mil hombres asaltarían el castillo, dijeron. Pero Yusai no quiso rendirse, ni cambiar de bando. Antes se abría las tripas delante de todos, allá mismo, afirmó. No había nada más que decir. Tomaron el té, admiraron los bellos libros de la biblioteca de Yusai y cantaron sus versos. Regresaron al campamento con el corazón en un puño, pues ninguno de ellos quería presentarse delante de Matsunari con la cabeza del gran Yusai en la mano, y eso era algo que podía sucederle a cualquiera de ellos.

Emplazaron la artillería, formaron los mosqueteros, se aprestaron las escalas y se dio la orden de abrir fuego. Tan pronto el viento se llevó el estrépito y el humo de las pólvoras, se descubrió que nadie se había atrevido a cargar los cañones con bala, no fuera ésta a darle a Yusai.

Así tiraron durante semanas, de vacío, hasta que se presentó en el campamento un emisario del emperador. Había llegado hasta los oídos de su divina majestad que la vida del anciano Yusai corría peligro, y que los libros que atesoraba podían perderse para siempre. Su divina majestad había dicho que ninguna diferencia entre los señores Matsunari e Ieyasu justificaba que se perdiera una sola de las páginas de aquellos libros tan raros y tan bellos. Su divina majestad, ya puestos, había ordenado a Yusai devolver los libros a Tanabe, en la provincia de Tango, de donde nunca tendrían que haber salido. Allá cuidaría de ellos hasta nueva orden.

Sólo así se rindió Gifu, en agosto de 1600, y es rigurosamente cierto.

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