A los ingleses les dió siempre mucha rabia que Napoleón cocinara reyes.
La llamada cocina internacional nació en Francia. Esa cocina de alto postín, de paté y champán, ésa que dió a luz consomés y suflés y de donde vienen el menú, el chef de cuisín y el somelier, o como se escriban, esa cocina, decía, llevaba tiempo encerrada en los palacios aristócratas, cociéndose a fuego lento, e hizo falta una Revolución Francesa para sacarla a la calle. El restaurant (otra palabreja gala) ya existía. A modo de ejemplo, el Restaurante Botín, en Madrid, se abrió en 1725 y ahí sigue, dando de comer; es el restaurante más antiguo del mundo. Pero una cosa es que hubiera restaurantes y otra que de la noche al día fueran los protagonistas de la revolución culinaria, y eso es lo que ocurrió durante la Revolución Francesa.
Los ingleses intentaron hacernos creer que Napoleón era goloso.
Era muchas cosas, pero goloso, lo que es goloso, no.
El genio de Napoleón supo ver en la cocina francesa un reclamo publicitario de primera categoría y ahí la tienen, reconocida en todo el mundo gracias al empujoncito que le dió el Emperador. Puso todo su empeño en hacer de los vinos, quesos y patés franceses productos codiciados en todas partes y fomentó la fama de la cocina francesa en toda Europa. Los grandes cocineros franceses cocinaron para amigos y enemigos en el Consulado, durante el Imperio, en la Restauración, en los Cien Días, después de los Cien Días y hasta hoy. Cuando Ferran Adrià deconstruye una fabada tendría que sonar de fondo la fanfarria del Regimiento de Granaderos de la Vieja Guardia Imperial, cuanto menos, y sus cocineros todos firmes a los primeros sones de La Marsellesa.
Napoleón, invitado a comer con el gobernador de Santa Helena.
Aquí como en Francia, comía rápido y nunca pasó por gourmand.
Esto sorprenderá a más de uno. Napoleón no era glotón y todos coinciden en que no disfrutaba en la mesa. Comía rápido, engullía más que masticaba, no le pillaba el gusto al recreo del paladar, llegaba a los postres cuando muchos no habían acabado con la sopa. Prefería los platos sencillos y su único capricho conocido fue saborear el vino de Málaga, que le gustaba mucho. Como lo oyen, de Málaga. También debemos a las prisas de Napoleón en el campo de batalla, cuando todavía era el cónsul Bonaparte y se la estaba jugando en el norte de Italia, la creación improvisada del pollo à la Marengo, llamado así por la batalla donde se lo comió y donde justo después, venció.
Pero no le demos todo el mérito a Bonaparte y echemos un vistazo alrededor. Dos de sus ministros, Fouché y Talleyrand, tienen gran parte del mérito de la promoción de la cocina francesa, y dos grandísimos personajes, Jean Anthelme Brillat-Savarin, un jurista, y Marie-Antoine Carême, un cocinero, fueron sus protagonistas.
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