Gloria y hemorroides



El 18 de junio de 1815 se libró la batalla que puso el punto final a la transición entre lo moderno y lo contemporáneo. En contra de lo que se cree, no se libró en Waterloo, sino un poquito más al sur, en Mont-Saint-Jean, pero el duque de Wellington puso por escrito que había vencido a Bonaparte en Waterloo, y Waterloo se quedó.

Cuando uno examina la campaña de 1815, descubre en Bonaparte el genio que fue, pero también el que ya no era. Si tenemos que señalar una causa de la derrota, ésta podría ser la elección de los comandantes de los ejércitos. Me conformaré con un ejemplo: Davout. El mejor táctico del ejército francés (quizás de Europa entera) se quedó en París haciendo de ministro. Existen otras muchas causas posibles y probables, y es una afición buscarlas y encontrarlas una vez el mal está hecho.

Los bonapartistas de todo el mundo, como si les fuera en ello la vida, dedican mucho tiempo y muchos esfuerzos a demostrar que Napoleón tenía que haber ganado en Waterloo; si perdió, no fue culpa de él, sino de cualquier otro. El mismísimo Napoleón dictó en su Memorial de Santa Helena las razones, tantas, por las que tenía que haber ganado en Waterloo. Qué mal perder.

La búsqueda de culpables arrastra consigo a personas ilustres. El pobre Grouchy, uno de los mejores generales de caballería del Imperio, es el culpable favorito de los bonapartistas y es tanta la insistencia en acusarlo de la catástrofe que el resto de su biografía, repleta de hechos de armas notabilísimos, ni se conoce. El mariscal Ney, valiente entre los valientes, también queda como un idiota después de echarle las culpas del desarrollo de la batalla poco después del mediodía.

Sin embargo, existe un culpable menos glorioso, pero no menos polémico.

Copio, de un recopilador de anécdotas históricas: La tensión y los nervios provocaron que los músculos del esfínter de Napoleón se tensaran de tal manera que el emperador francés sintió intensos dolores hemorroidales que le obligaron a tomar baños para calmar las molestias.

Las hemorroides de Bonaparte, sí, damas y caballeros, fueron la causa última y final de la derrota de Waterloo. Al menos, eso es lo que dice la leyenda, una leyenda napoleónica que se cree a pies juntillas. Como tal leyenda, sin embargo, es discutida por algún iconoclasta. Algunoa bonapartistas acérrimos no creen posible que un genio tan genial quedara del todo anulado por un dolor en el culo, y perdonen ustedes. Otros, aficionados a negarlo todo, creen que las hemorroides son una excusa bastante ridícula.

Uno, después de haber leído tanto sobre este asunto, no se atreve a poner la mano en el fuego. Consta que Bonaparte se encontró indispuesto hacia el mediodía; su salud ya no era la que había sido y está documentado que las hemorroides le amargaron alguna batalla, que él solía atender a caballo. Sin embargo, que las almorranas fueran la causa de semejante indisposición el 18 de junio de 1815 no es algo que se dé por seguro. Echarle la culpa de la derrota a las hemorroides imperiales es tanto como echar tierra sobre los errores tácticos de la batalla, que no fueron pocos.

A fin de cuentas, que los campos de trigo se cubrieran de gloria (muerte y sangre) a primera hora de la tarde del 18 de junio de 1815 a causa de una inflamación del esfínter de Napoleón es grotesco. Tan grotesco que podría ser cierto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario