El otro día me sentí extraño. Ni bien ni mal, más bien que mal, pero extraño. Hice un viaje en metro, nada extraordinario ni fuera de lo común. Iba distraído, en mis cosas (leyendo, cómo no) y fue alzar la vista y sentirme extraño. Forastero. Todo el vagón lleno de chanclas, pantalones cortos, piel rubicunda color gamba y voces en inglés pronunciadas como si mascaran chicle. Guirilandia. El imperio de los guiris.
Un vistazo alrededor me bastó para descubrirme único entre vikingos, normandos, francos, britones, yanquis, nipones, germánicos, eslavos y bálticos. El único mediterráneo a bordo, a bote pronto. Ya me sentía raro en anteriores viajes, sosteniendo libros mientras el público guasapeaba o mataba marcianitos con el teléfono móvil, pero esta vez, además, me creí perdido en el metro de Londres. Y no, no era Londres, era Barcelona.
Eso lo descubrí al salir a la superficie. Seguía siendo mi ciudad. Qué susto me llevé.
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