De bólidos y hombres


Leyendo en el tren, porque no se puede leer conduciendo.

Macadán Libros (www.macadan.es) es una editorial que me cae muy bien. No es ésta la manera correcta de comenzar una reseña, pero me da lo mismo. Digo que me cae muy bien porque yo, como sus editores, siento un especial interés por las cosas del motor. Por eso, cuando descubrí De bólidos y hombres (en original, Cars at Speed), de Robert Daley, me faltó tiempo para echarme encima y pasar por caja con el libro bajo el brazo.

Daley todavía vive (que yo sepa) y durante una buena temporada fue periodista y reportero del New York Times en París. Corrían los años cincuenta y Daley corría detrás de las carreras de automóviles, las de Gran Premio y las de gran turismo (GT). En boca de muchos, la Edad de Oro. Conoció y trató personalmente a algunos de esos grandes pilotos: Moss, Ascari, Portago, Hill, Brabham... Vió morir a muchos de ellos.

Ascari, en 1953, en el Gran Premio de Argentina.
Observen el público, pisando el asfalto (!?).

Daley escribe Cars at Speed pensando en un público que no conoce el mundo de los Grandes Premios ni la emoción de las carreras como la Targa Florio, las Mille Miglia o las 24 horas de Le Mans. Escribe como un periodista y desordenadamente, sumando anécdotas y picando un poco aquí, un poco allá, para formar una suma que nos muestra cómo es (cómo era) este mundo del motor. Algunas escenas son descritas brillantemente y se guardan en la memoria, después de habernos impresionado. El resultado es un libro apasionante y muy divertido. Si le gustan los automóviles, aún más apasionante y divertido.

Alfonso (Fon) de Portago, inseparable de su pitillo.
Le están comprobando el nivel de combustible y él, fumando.

Eso sí, habla de la muerte. Porque ya lo he dicho: los pilotos caían como moscas y los accidentes de esa época fueron terribles. En Nurburgring, por poner un ejemplo, si uno se salía de la carretera... ¡adiós! Si uno volcaba el coche... ¡adiós! Había árboles, buzones, muros, farolas, postes de telégrafo, vallas, bordillos, arcenes... mil y un obstáculos contra los que estrellarse y perder la vida. El firme era el de una carretera de la Europa de la postguerra, bacheado, agrietado, a veces empedrado. El Gran Premio de Portugal pasaba por encima ¡de las vías del tranvía! Los coches no tenían ni barra antivuelco, ni jaula de seguridad. Nada. El casco de uno de esos pilotos se rompía si a uno se le caía al suelo (sic).

El Ferrari de Portago, después de matar a nueve espectadores (cinco de ellos, niños), a su copiloto y a él mismo (quedó partido en dos). El motor fue reutilizado para impulsar a otro Ferrari, semanas después.

También recibía el público. El relato que hace Daley del Gran Premio de Argentina de 1953 (treinta muertos), que desconocía, me ha puesto los pelos de punta. Pero no nos dejemos los 83 muertos de Le Mans o el público que se llevó por delante el Ferrari de Portago en las Mille Miglia. 

El BRM de Behra, contra un muro. No se hizo apenas daño, pero moriría en Monza, poco después. Al no tener cinturón de seguridad, salió volando y se mató en los peraltes del circuito.

Pero era ese desafío constante a la muerte lo que proporcionaba interés a las carreras de automóviles, sostiene Daley. Les copiaré un párrafo (entre varios parecidos), y juzguen ustedes mismos.

[...] Un buen circuito debe estar formado siempre por carreteras normales y corrientes, conocidas, que permitan a un hombre de a pie imaginarse afrontando esas curvas a enormes velocidades. Debe haber objetos sólidos contra los que el piloto pueda estrellarse si comete algún error; de lo contrario, lo que hará no se diferenciará en mucho de lo que ustedes y yo hacemos tantas veces al año en las autopistas: correr con el coche de un lugar al otro. Entonces ya no contaría ni la sensibilidad, ni el coraje, ni el dominio sobre la máquina; todo sería velocidad pura, ninguna habilidad sería admirable, y entonces mejor para todos ponernos a contemplar aviones, que desde luego son bastante más rápidos que los coches.

Hawthorn dándole al Ferrari. 
Pueden imaginar el daño si volcaba o chocaba, y el riesgo que corría el público.

Así las cosas, ¿qué pensará el señor Daley de los aburridos y segurísimos grandes premios de hoy? Quizá nos esté dando la receta que tanto buscan los jefazos de la Fórmula 1, la de abrir la veda de la matanza de pilotos. ¡Qué horror! Pero ¡qué audiencia! ¡Ay, ay, ay! ¡No les demos ideas!

Es un libro recomendable y ameno. Si además uno es aficionado al motor, ni les cuento. Anímense a leerlo, que vale la pena.

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