Salamandra ha publicado Todo lo que hay, de James Salter, magníficamente traducida por Eduardo Jordà. Narra la vida de Philip Bowman, un editor. Pero el libro no va de editores, tampoco de libros. El mundo literario aparece y desaparece sin apenas dejar rastro tras de sí. De hecho, Bowman es editor, pero podría haber sido abogado o agente de bolsa. Para el caso, no importa.
Coincido con los críticos en lo siguiente: Está muy bien escrita. Algunas escenas son impresionantes y dejan huella. Lo mejor, con gran diferencia, es la galería de secundarios que desfila por la obra, y sus pequeñas biografías. ¡Magníficas! El estilo de Salter, inequívocamente americano, sintético y eficiente, semilla de best-seller, descendiente del pulp policíaco, merece ser alabado por lo mucho que consigue con tan poco texto.
Compararía Todo lo que hay con La educación sentimental. Quiero decir que el fondo del asunto, ese paso de Bowman por el mundo, nunca llega a plantearse o resolverse del todo, y ése es el sino del protagonista. Van pasando cosas una detrás de otra y se encadenan página tras página; pasan muchas cosas, pero no pasa ninguna; si acaso, la vida sigue, que no es poco. ¿No es éste el esquema de La educación sentimental? Sí, pero Salter no es Flaubert. La educación sentimental me dejó con hambre y Todo lo que hay se me ha indigestado.
Saciado y embuchado, la he dejado a un puñado de páginas del final. Casi la acabo, casi. Pero la he abandonado definitivamente leídas más de 320 de sus 380 páginas, porque ya no podía más. No me interesaba. Me aburría. Repasaba con avidez los títulos que tengo pendientes y regresaba a las páginas de Todo lo que hay con fastidio. ¿Cuánto va a durar esto?, me decía, ¡pudiendo leer eso otro!
Ha sido así hasta que la he guardado en el estante de los libros malditos, en buena compañía, quizá en una compañía que le viene grande, pues comparte espacio con El castillo, de Kafka, o Los hermanos Karámazov, de Dostoievsky, que son ambas novelas superlativas y bonísimas. Mi relación con Dostoievski y Kafka es de amor y odio y se hace realidad en una lucha con sus libros, donde reconozco la huella de un genio, donde la literatura me asalta en cada una de las palabras y lo que ocurre al fin es que puede conmigo y ahí quedo yo, agotado y cabreado, echando espumarajos por la boca, cagándome en el checo o el ruso, pero con ganas de un siguiente asalto. Así, periódicamente, me enfrento en singular combate con uno de los dos y regreso dolido a casa, pero más sabio de lo que me fuí. Así acabé Crimen y castigo, al quinto intento y de un tirón. Jamás diré que me gustó, pero me faltan palabras para decir lo buena que es.
En cambio, Salter se quedará criando malvas en el estante, aprendiendo lenguas eslavas o conversando con Auster, otro de los autores de culto que forman parte de mis malditos ilegibles. Mucho tendrían que cambiar las cosas para que me apeteciera volverlo a leer. Porque Todo lo que hay ha conseguido hastiarme. Dicho así suena muy feo, ¿verdad? Feísimo, pero insisto: es una buena novela. De hecho, ¡la recomiendo! Si fuera editor, ¡la publicaría! ¡No lo dudaría ni un momento! Lo único que afirmo es que yo (yo) no la volvería a leer. Quizá me haya pillado en un mal momento o quizá no alcanzo a comprenderla, porque soy tan burro como supongo, no sé. Pero tampoco me interesa saberlo y la verdad, no me importa.
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