No suelo contar demasiadas cosas sobre mí, pero creo que ésta merecía ser contada un día u otro.
Cuando trabajaba en la Generalidad de Cataluña, cayó en mis manos un ejemplar de bolsillo de El Quijote que la Junta de Castilla-La Mancha había impreso como regalo, celebrando el centenario del libro o algo parecido. Era una versión sencilla, sin notas a pie de página, el texto plano, las cubiertas rústicas sin solapas, de papel de pulpa, muy gordo. Lo descubrí cuando uno de mis antiguos compañeros limpiaba un armario y tiraba a la basura toda clase de folletos y papelotes inútiles.
¿Qué es eso?, pregunté. Un libro, me contestó. ¿Lo tiras? El sujeto en cuestión se lo miró un rato, se encogió de hombros y soltó: Total, es El Quijote..., e hizo el ademán de dejarlo caer en la bolsa de los papelotes. Trae, le dije, y le arrebaté El Quijote de las manos, salvándolo de un indigno final.
Ese libro, rescatado de las garras de la estulticia, formó de ahí en adelante parte de mis cosas y adornó mi mesa mejor que cualquier lujo, y lujo era. En los momentos de zozobra, que no fueron pocos en aquella caverna, echaba mano del libro y lo abría por cualquier página, al azar. Bastaba a veces con un párrafo, pero otras era precisa una página, o alguna más, para liberarme del hastío, el aburrimiento, la ira, la zozobra, el desencanto, habituales en mi puesto de trabajo, que no eran de extrañar considerando que quienes me impartían órdenes no solían ni siquiera leer en pogüerpoin y habían estado a punto de reciclar El Quijote de una vez y para siempre porque, total, era un libro.
Abría sus páginas, decía, y descubría que todavía hay sensatez en el mundo, y mirad que hablo de Alonso Quijano y su criado, Panza. Vuelta la cordura, proseguía con mis trabajos. De tanto en tanto, algún personaje me veía leer El Quijote, fruncía el ceño y decía: ¡Mira que eres raro! Respondía yo: ¿Lo has leído? Ponía el personaje cara de susto. ¡No!, exclamaba. Todavía no sé si les ofendía la pregunta. Tú te lo pierdes, concluía, y quizá leía una frase cervantina en voz alta, que de puro bien escrita era medicina para el alma. Con este truco me saqué a muchos imbéciles de encima.
Cuando me despidieron, hace ya unos años, quise recuperar ese ejemplar de El Quijote. No pude. Ya lo habían tirado a la basura. Sin hacer preguntas, mientras, en otra parte, me comunicaban la noticia.
Ah, mi Quijote... Añoro esa costumbre y la reivindico. No es cierto que un libro te cambie la vida, pero que te ayuda, sí, claro, y mucho. Gracias, Cervantes.
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